Los cruentos enfrentamientos ocurridos desde la noche del miércoles 8 de diciembre en Apatzingán, Michoacán, entre supuestos integrantes de La Familia Michoacana y elementos de la Policía Federal, se reprodujeron el jueves 9 en otros doce municipios de esa entidad, incluida la capital, Morelia, donde los delincuentes bloquearon cuatro de los seis accesos por carretera a la ciudad con tráileres, autobuses locales y foráneos y automóviles, que incendiaron. El saldo preliminar de estos hechos es de tres civiles y dos efectivos militares muertos, según informó ese día el secretario de Gobierno estatal, Fidel Calderón.
Así, a la cuota diaria de ejecuciones y levantones en Michoacán y en otras entidades se suman ahora enfrentamientos en escala cada vez mayor entre grupos de la delincuencia organizada y efectivos policiales y militares. Es inevitable percibir una relación causal entre la intensificación y el incremento de la violencia y el empeño gubernamental en catalogar como “guerra” algo que, en rigor, no habría debido serlo: el tratamiento de la delincuencia organizada no como un complejo fenómeno social, sino como un enemigo a exterminar, ha derivado en la proliferación de escenarios de confrontación bélica en distintos puntos del territorio nacional; en la conversión de las organizaciones delictivas en bandos beligerantes –cuya capacidad operativa y de fuego se muestra, por lo demás, equivalente o incluso superior a la de las fuerzas públicas–, y en la transformación de los desafíos a la seguridad pública y a la vigencia de las leyes en una crisis de seguridad nacional.
El manifiesto fracaso de la actual política de seguridad pública tendría que conducir al gobierno federal a una revisión autocrítica y honesta de la misma, al reconocimiento de la complejidad y la dimensión del problema que se enfrenta, y al correspondiente viraje en los planteamientos y las acciones orientados a combatir la criminalidad.
Pero, lejos de la altura de miras necesaria para llevar a cabo tales cambios, Felipe Calderón denigra su propia investidura y se comporta no como estadista, sino como dirigente de facción: ese 9 de diciembre, al referirse a las recientes informaciones de que el presunto dirigente de La Familia, Servando Gómez, La Tuta, aún conserva su plaza de profesor de primaria en Michoacán, Calderón reiteró las insinuaciones sobre vínculos entre esa banda delictiva y el perredismo michoacano, exigió explicaciones al gobierno encabezado por Leonel Godoy y recriminó a éste un caso de penetración del crimen organizado en las instituciones públicas que sin duda es inaceptable, pero que no es privativo de esa entidad: episodios semejantes se han producido en los tres niveles de gobierno, incluido el federal, como quedó de manifiesto con la detención de altos mandos de la Policía Federal y la Procuraduría General de la República vinculados con el narco y descubiertos durante la llamada Operación Limpieza.
Los reclamos referidos retratan a un gobernante más interesado en agitar en su beneficio el escenario electoral de su entidad natal y en fustigar a opositores políticos que en enfrentar de manera eficaz la escalada delictiva. Tal actitud exhibe nuevamente la parcialidad que ha caracterizado a la actual administración en distintos ámbitos –entre ellos la seguridad pública y la procuración de justicia–, y descalifica al propio gobierno ante el conjunto de sus interlocutores y ante la sociedad.
(Editorial de La Jornada, 10/XII/10).
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