Pocos políticos mexicanos han recibido tantos señalamientos y adjetivos como Diego Fernández de Cevallos: polémico, contradictorio, hombre de doble moral, intrigante, mercader del derecho, defensor de criminales, símbolo de la corrupción en el PAN, dueño de un lenguaje que azora e intimida, etc.
Diego: el hombre que mientras contendía por la presidencia, en 1994, recibía en condiciones turbias terrenos en Punta Diamante valuados en varios millones de dólares; el abogado que usaba sus contactos en la política para defender incluso intereses ligados al crimen organizado; el senador que desde su representación de la República, medraba contra ésta con demandas de montos impresionantes. El litigante que impulsó desde el poder al Fobaproa y luego tomó como clientes a los beneficiarios de ese programa. El católico de doble moral que se separó de su esposa, con quien nunca se casó por el civil, para unirse a una bella joven “porque soy hombre”.
De naturaleza grandilocuente, Diego no ha explicado estas etapas oscuras de su historia personal ni los efectos que acarrearon para el país.
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