A cien años de distancia del inicio de la Revolución Mexicana, paradójicamente, la situación de México, “es análoga, en muchos aspectos, a la que prevalecía a finales de 1910: concentración de la riqueza a niveles insultantes y amplitud de los atrasos sociales; distorsiones a la voluntad popular; vulneraciones a los derechos laborales y sindicales; negación de garantías básicas por la autoridad; claudicación de la soberanía ante los capitales internacionales y un ejercicio oligárquico, patrimonialista, tecnocrático e insensible del poder político” (La Jornada, 20/XI/10).
A ese deprimente catálogo se suman tres guerras: la de los cárteles del narcotráfico entre sí por el control de territorios; la de los grupos Zetas (organizaciones delictivas constituidas por ex militares y ex policías) que practican el secuestro y el robo contra la población civil; y la de los militares y fuerzas especiales contra los propios ciudadanos.
México se asemeja cada vez más a un “Estado fallido” atrapado en una trampa mortal. Por sus comarcas campean a sus anchas toda clase de matones armados: fuerzas especiales del Ejército y comandos de elite de la policía; bandas de paramilitares y parapolicías; cuadrillas de sicarios “legales” y “con licencia”; agentes estadounidenses de la CIA y de la DEA; y en fin, los Zetas que se ensañan en particular contra los migrantes de Centro y Sudamérica en ruta hacia Estados Unidos.
Anualmente, unos 500 mil latinoamericanos atraviesan México rumbo al Norte. En su travesía, son víctimas de toda suerte de abusos: arrestos arbitrarios, expolios, hurtos, despojos, violaciones... Ocho de cada diez mujeres migrantes sufren abuso sexual; muchas son esclavizadas como sirvientes de las bandas criminales, o forzadas a prostituirse. Cientos de niños son sometidos a trabajos obligatorios. Miles de migrantes son objeto de raptos. Los Zetas reclaman a las familias (en el país de origen o en Estados Unidos) el pago de rescates. “Para el crimen organizado es más fácil secuestrar durante unos días a 50 desconocidos que paguen entre 300 y mil 500 dólares de rescate cada uno, que raptar a un gran empresario” (Léase el libro-testimonio de Óscar Martínez, Los migrantes que no cuentan. En el camino con los centroamericanos indocumentados en México, Icaria, Barcelona, 2010). Si el secuestrado no tiene a nadie que compre su libertad, es asesinado. Cada célula Zeta posee su propio “carnicero” encargado de decapitar y descuartizar a las víctimas y de quemar los cadáveres en un barril metálico (Proceso, 29/VIII/10). En la última década, unos sesenta mil indocumentados, cuyas familias no pudieron pagar, fueron “desaparecidos”.
Felipe Calderón anuncia regularmente éxitos en el combate contra el narcotráfico, así como el arresto de importantes capos. Y se felicita de haber recurrido al Ejército. Una opinión que muchos ciudadanos no comparten. Porque los militares, desprovistos de experiencia en este tipo de intervención, han multiplicado los “daños colaterales” y ejecutado por equivocación a centenares de civiles. ¿Por equivocación? Abel Barrera Hernández, que acaba de ganar el Premio de Derechos Humanos Robert F. Kennedy, concedido en Estados Unidos, no lo cree. Considera que la guerra contra el narco se utiliza para criminalizar la protesta social: “Las víctimas de esta guerra –afirma– son la gente más vulnerable: los indígenas, las mujeres, los jóvenes. Se usa al Ejército para intimidar, desmovilizar, causar terror, acallar la protesta social, desarticularla y criminalizar a los que luchan” (La Jornada, op. cit.).
Por su parte, en Washington, la Administración de Obama estima que el baño de sangre que se vive en México constituye un peligro para la seguridad de Estados Unidos: “La amenaza del narcotráfico se está transformando y en algunos casos se asocia con la insurgencia… (El México actual) se parece a la Colombia de los años 80”. Pero Estados Unidos tiene enormes responsabilidades en esta guerra. Es el mayor opositor a la legalización de las drogas. Es el abastecedor –al 90%– (El Norte, 9/IX/10) de armas a todos los combatientes. Tanto de los cárteles y de los Zetas, como del Ejército y de la policía. Es, además, la principal narcopotencia, masivo productor de marihuana y primer fabricante de drogas químicas (anfetaminas, éxtasis, etc.). Es, sobre todo, el primer mercado de consumo del mundo con más de siete millones de adictos a la cocaína. Y las mafias que operan en su territorio son las que mayor rendimiento obtienen del tráfico de estupefacientes: un 90% del beneficio total, o sea, unos 45 mil millones de euros por año, cuando todos los cárteles de América Latina se reparten apenas el 10% restante.
(Texto de Ignacio Ramonet, rebelión, 10/XII/10).
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