domingo, 25 de octubre de 2009
Génesis: versión revisada
En el principio el capitalismo creó a su dios. Un ídolo al que temer y le llamó, en ejercicio egocéntrico, El Capital. Un dios masculino que está en todas las cosas y en todos los lugares, por encima de todas las cosas y de todos los lugares. Se propagó a lomos del colonialismo económico y del latifundismo del pensamiento único. Y atardeció y amaneció: día primero.
Dijo El Capital: La tierra es caos, confusión y oscuridad. Hágase una Doctrina. Y fundó la Economía que ordenó el mundo. Y todo estaba bien. Hágase una legión de economistas predicadores de la buena nueva, una Iglesia responsable del culto a la Doctrina. Y así fue. Brotaron las Instituciones del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial de Comercio que aplican su Ley. Y El Capital dijo que serían infalibles, pero no muy seguro de sí mismo –un diosito flojeras– parió a los Ejércitos Profesionales. Y atardeció y amaneció: día segundo.
Y dijo El Capital: Hagamos a nuestros hijos a nuestra imagen, como semejanza nuestra. Y creó, pues, El Capital a las Multinacionales a imagen suya para enriquecerse en su nombre. Y atardeció y amaneció: día tercero.
Dijo El Capital a sus hijas las Multinacionales: Sed fecundas, eficientes, rentables y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta o camina sobre la tierra. Y así fue. Los ríos, los manglares, los mares, la tierra, los animales, los seres humanos, el paisaje, el aire, todo es sujeto de transacción, todo está en el catálogo de demoliciones. Y atardeció y amaneció: día cuarto.
Dijo El Capital: Haya categorías de personas. Y El Capital dispuso de la explotación existente sobre algunos seres humanos: de la mayoría. Se descendió a categoría de sobrantes a las mujeres, a los indígenas, a los negros y negras, las niñas y los niños… Y El Capital dijo: Los sobrantes no tienen derechos, ni tan siquiera piensan, o si piensan, se equivocan. Su función es trabajar para producir más bienes (mercancías, quería decir en realidad) y más servicios que se puedan comprar y vender, que generen riqueza: la savia que alimenta al capitalismo. Y así fue. Son las siervas domésticas, las manos del algodón, las uñas del caucho, las espaldas llagadas de acarrear oro, diamantes y coltán. La jornada de 16 horas, los contratos temporales y una larga serie de mecanismos eufemísticos de la esclavitud. Y atardeció y amaneció: día quinto.
El Capital disimuló y dijo: Que llueva la democracia. Y medio desatinó. Llovió sobre algunos países y sobre otros no. Pero en ninguno se ejerce. Se muestra en el escaparate y anda nuevecita casi sin estrenar. Se usa, en ocasiones y más bien que mal, en la política, pero El Capital no mandó las instrucciones para usarla en la economía, en la cultura, en la relación entre hombres y mujeres, en la alimentación… Y atardeció y amaneció: día sexto.
Vio El Capital cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y desde entonces, desde el séptimo día, el día ocho, el día nueve, y así hasta el fin de los tiempos, El Capital y sus secuaces descansan.
(Texto de Gustavo Duch Guillot, La Jornada, 13/IX/09).
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