domingo, 25 de octubre de 2009

Agresión fiscal sin rubor


El pasado 8 de septiembre el Ejecutivo federal, por conducto del secretario de Hacienda, Agustín Carstens, presentó a la Cámara de Diputados una propuesta de incrementos impositivos generalizados y de alzas mensuales a los precios de gas LP y gasolina. En el paquete destacan un nuevo gravamen de 2% a todos los bienes y servicios que habría de sumarse al IVA –y que se aplicaría a los alimentos y medicinas, hasta ahora exentos de ese impuesto– que, según el responsable principal de la política económica vigente, sería una contribución para el combate a la pobreza, así como un tributo de 4% al consumo de servicios de telecomunicaciones –telefonía fija y celular, televisión de paga y conexión a Internet–; un incremento de 2% al impuesto sobre la renta (ISR) y gravámenes adicionales a la cerveza, los licores y el tabaco. El gobierno puede solicitar sin rubor la cooperación nacional en esta hora difícil, dijo Carstens, ciertamente sin ruborizarse al enunciar la idea de obtener de los bolsillos de los contribuyentes 175 mil 700 millones de pesos para reducir el déficit de casi 300 mil millones que se estima en las finanzas del gobierno federal para el año entrante. En contraste con el castigo que se pretende imponer a los asalariados, a los profesionistas independientes y a las pequeñas empresas, el secretario de Hacienda no dijo una palabra sobre las persistentes y crecientes demandas de suprimir o acotar los regímenes de privilegio de que disfrutan las grandes empresas y los grandes capitales en sus transacciones en la Bolsa de Valores.
En términos estrictamente económicos es difícil imaginar una combinación de propuestas más improcedente que la presentada por Carstens: el incremento desmedido y generalizado de impuestos tendría, en caso de que fuera aprobado por el Legislativo, graves consecuencias recesivas: un repunte inflacionario –así lo admitió el propio secretario de Hacienda–, una contracción del mercado interno adicional a la que ya existe y un efecto depresor sobre la inversión productiva. Es decir, el “paquetazo”, de aplicarse, prolongaría y ahondaría la actual crisis económica por la que atraviesa el país, de por sí grave, y borraría cualquier posibilidad de atenuar, así fuese en una escala menor, la pobreza y la miseria que crecen día a día en el país.
Desde el punto de vista social, las medidas concebidas por el gobierno federal no son sino la radicalización del esquema fiscal vigente desde hace varios sexenios, caracterizado por minimizar –si no es que eliminar– las cargas impositivas de los más ricos y dirigir todo el esfuerzo recaudatorio sobre los asalariados, los pequeños empresarios y los consumidores en general. Se trata de un esquema de redistribución de la riqueza al revés, por medio del cual se extraen recursos de la mayoría de la población, los cuales pasan por las arcas públicas sólo para ser reprivatizados en procesos marcados por la opacidad, en beneficio de los actores económicos más poderosos y acaudalados. En esta forma de operar, el llamado combate a la pobreza es un mero acto de demagogia, pues se limita a distribuir entre los miserables pequeñas sumas en dinero o en especie, cuando para reducir en verdad la pobreza se requiere de crecimiento económico que genere empleos, de inversión planificada en infraestructura y, sobre todo, de una reorientación de las prioridades hacia la educación, la salud y la vivienda.
Las medidas propuestas por Carstens constituyen un agravio, porque el gobierno pretende resarcir su ineficiencia económica y mantener el boato de sus más altos cuadros –a pesar de las tenues y complacientes medidas de austeridad anunciadas recientemente–, mediante el sacrificio de los sectores mayoritarios.
(Editorial, La Jornada, 10/IX/09).

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