La obra de Chopin ha ocupado siempre un lugar privilegiado en el gusto y en la memoria de los amantes de la música y de los propios músicos. No creo que haya alguien que no conozca y ame su música, del mismo modo que no puede haber tal cosa como un pianista ajeno a su obra (aunque Glenn Gould nos desmienta).
Si alguien nos dijera que nunca ha oído una obra de Chopin habría que preguntarle que cómo le ha hecho. Es prácticamente imposible no escucharla. La obra de Chopin no sólo existe en las salas de concierto; ha invadido ya otros ámbitos, como el cine, la radio, los discos, las telenovelas, los comerciales, las caricaturas y la intimidad de la casa. Podemos incluso oírla de vez en cuando en su modalidad de bolero romántico. ¿Quién no recuerda al trío Los Diamantes y su versión, con letra y todo, del Estudio en Mi Mayor, opus 10 número 3? El bolero, como sabemos, se llama Divina ilusión y en su tiempo fue un hit. A ese mismo Estudio ya lo había hecho famoso años antes, en Francia, el cantante Tino Rossi.
Allá, en su versión de chanson française, llevó por título Tristesse.
Y por si todo esto no fuera suficiente, el tercer movimiento de su Segunda Sonata ha llegado a ser en el imaginario colectivo el modelo incuestionable de lo que debe ser una marcha fúnebre o de la idea que tenemos de ella. Se trata de una música tan conocida y tan cercana a nuestras vidas y costumbres, que incluso el nombre de su autor ha pasado ya a un segundo plano. Podríamos aventurarnos a declarar que la Marcha fúnebre de Chopin habita ya en los extensos dominios del anonimato. Un honroso destino, a decir de Jorge Luis Borges, que pocas obras logran. Y añade que el poeta, el artista, aspira a que su obra, así sea una sola página, se lea, se escuche y habite en la memoria de los hombres sin que a nadie le preocupe saber o se pregunte por el nombre del autor. Allí, en ese territorio, Chopin es de todos y de nadie.
Tal atributo o condición de anonimato lo comparten unas cuantas obras más. Menciono otra marcha, ahora nupcial, la de la ópera Lohengrin, de Wagner. Todos somos testigos de que esa música no puede ni debe faltar en una boda. Su presencia es imprescindible y resulta poco probable que se ausente en tales ocasiones. Y no es, o no es solamente, la música que acompaña la ceremonia nupcial de Lohengrin y Elsa: es, junto con la de Mendelssohn, el prototipo de la Marcha nupcial.
Ahora bien, a diferencia de Wagner, cuyo mundo musical transita por la ópera y la orquesta, la imaginación de Chopin encontró en el piano su aliado más perfecto, el depositario fiel de sus ideas y fantasías musicales.
Algunos historiadores y comentaristas han criticado con dureza el hecho de que Chopin haya sido, antes que otra cosa, un compositor de música para piano. El teórico polaco-francés René Leibowitz afirma, en su libro De Bach a Schoenberg, que Chopin, en razón de haber escrito fundamentalmente para el piano, fue un compositor amateur, “pero de genio”, se apresura a decir. En suma, un amateur genial.
Yo no comparto ese dictamen. La predilección de Chopin por el piano es algo que no tiene que ver con esa suerte de incompetencia artística y artesanal, que es a lo que alude Leibowitz. Se trata, más bien, de un asunto que atañe exclusivamente a cuestiones relacionadas con la creatividad y la imaginación. Chopin supo desde muy joven que su voz hablaba con asombrosa precisión y claridad a través del piano, y que su pensamiento musical estaba profundamente vinculado a la naturaleza del instrumento. Por esa razón, sus ideas y fantasías musicales se funden y se confunden con el piano. Todos los aspectos de índole técnico y formal, que delinean y otorgan un inconfundible rostro a su música, nacen arropados y unidos íntimamente al instrumento y a sus exigencias idiomáticas.
En este sentido, no deja de ser asombrosa y admirable en su música esa capacidad, que la distingue de otras, de configurar un espacio, de enorme belleza, dentro del cual se desarrolla un entrañable coloquio entre el pianista y su instrumento. Aquí Chopin alcanza con insuperable maestría la mayor intimidad y cercanía. Es incuestionable que su música –sin duda, una de las más seductoras– se comporta a la vez como un puente, como un sendero que nos conduce y nos acerca al instrumento mismo.
Tocar y escuchar la música de Chopin es también entablar una relación directa y profunda con el piano. A través de su obra Chopin nos enseña a querer el instrumento, a amarlo fielmente y no abandonarlo jamás. (Algo parecido le sucede al violonchelo con las Suites para chelo solo, de Bach: después de oírlas es imposible no amar ese instrumento. Bach, dicho sea de paso, fue uno de los compositores más próximos al polaco, sino es que su predilecto. Chopin estudió y tocó siempre El clavecín bien temperado).
Con la música de Federico Chopin da inicio un nuevo pianismo, una manera diferente de escuchar y concebir el piano. Él inventa sonoridades y texturas desconocidas hasta ese momento. En sus manos, el piano se convirtió en el vehículo ideal para contar y cantar los sueños del Romanticismo. A través del piano, su gran aliado, el espíritu romántico explora las profundidades de las emociones humanas y penetra en la insondable región de los sueños.
Nadie duda de que las innovaciones de Chopin, en el ámbito de la técnica pianística y de su expresión, abrieron puertas y ventanas a caminos que aún hoy continuamos recorriendo. Sirvan de ilustración sus extraordinarios 24 Estudios para piano, que Chopin comenzó a escribir a los 20 años. Su aparición constituye un verdadero parteaguas en la historia de la técnica pianística. Pero su grandeza radica en que además de ser instrumentos pedagógicos de la más alta excelencia, cada uno de ellos es, a la vez, una obra maestra del arte musical en el ámbito de las formas breves.
Estos Estudios son para el siglo XIX lo que los Estudios de Debussy para el XX y los de Ligeti para la música actual: obras indiscutibles. Y no se podrían comprender cabalmente las audacias técnicas y expresivas de estos dos notables artistas sin la presencia y resonancia de los Estudios del primero. Así como es casi impensable imaginar a un pianista que no los haya estudiado y frecuentado constantemente, así también es imposible entender el pianismo moderno sin la participación de ese Opus Mágnum de Chopin.
Faltaría hablar de sus formidables Nocturnos, Baladas y Sonatas, además de sus Preludios, Valses y Mazurcas; señalar su original y novedosa armonía sustentada por los sueños de un romántico, no por las certezas de la Ilustración racionalista; una armonía cuyo cromatismo anuncia el enrarecido lenguaje musical de Wagner. Mencionar, asimismo, su frecuente interés y su destreza en la invención de texturas contrapuntísticas en una música en la que domina la melodía, y hacer notar, finalmente, su marcada predilección por construir frases melódicas asimétricas dentro de una estructura formal simétrica, propio de las prácticas del Clasicismo del siglo XVIII.
Pero dejemos estos asuntos para otra ocasión y escuchemos la música de Chopin, “una de las más bellas jamás escritas”, a decir de Claude Debussy, el otro portentoso autor de música para piano.
(Texto de Mario Lavista, La Jornada, 29/XII/10).
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