domingo, 3 de enero de 2010

EDITORIAL: El Muro de Berlín: a 20 años


Hace dos décadas, la demolición del Muro de Berlín generó esperanzas mundiales de una nueva época de paz y convivencia pacífica entre los países de la comunidad mundial, de democracia, pluralidad y tolerancia. El derribo de esa línea divisoria, emblemática de la escisión del mundo en dos bloques geopolíticos, ideológicos y económicos, hizo pensar a muchos que los conflictos, particularmente los armados, perderían su razón de ser, y no faltaron los que ganaron celebridad momentánea pregonando que había llegado el fin de la historia, en el sentido de una lucha entre las dos grandes visiones: izquierda y derecha.
Muchas esperanzas suscitadas por la caída del Muro de Berlín eran fundadas para quienes, en el oriente de Europa, vivían bajo regímenes políticamente opresivos y económicamente agotados, e incluso para quienes, fuera de esa región, veían en ese hecho histórico, punto de arranque y símbolo anticipado del colapso de los estados del socialismo real, la apertura de vías más auspiciosas para la transformación social.
A 20 años de distancia resulta obligado reconocer que los acontecimientos vinculados a la demolición del famoso muro –las transiciones en Europa oriental a regímenes de democracia representativa, la disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas– cambiaron la historia, aunque, ciertamente, no la suprimieron. Los gobiernos policiales sucumbieron, sí, bajo el peso de su propia obsolescencia, lo que se tradujo en mayores libertades individuales, formales en algunos casos, pero no en todos. Detrás de la vieja cortina de hierro, la adopción del capitalismo de mercado como modelo único trajo aparejado crecimiento económico, pero también una desigualdad social desconocida hasta entonces, carencia, miseria y una corrupción desbocada que en Rusia, heredera principal de la extinta Unión Soviética, hizo muy difícil distinguir los límites entre la mafia y el gobierno. Los cambios produjeron también guerras cruentas, como las de Chechenia y Bosnia, en las que se cometieron actos de barbarie comparables a los de Vietnam e incluso a los de la Segunda Guerra Mundial. (Editorial, La Jornada, 9/XI/09).
Simbólicamente, el hundimiento del muro de Berlín marca la conclusión de la guerra fría así como el fin -aunque la Unión Soviética no se disolvería hasta diciembre de 1991- del comunismo autoritario de Estado en Europa. Pero no el fin de la aspiración de millones de pobres a vivir dignamente en un mundo más justo e igualitario.
El muro de Berlín se hunde debido, por lo menos, a tres hechos capitales ocurridos durante la década de 1980: a) las huelgas de agosto de 1980 en Polonia, que ponen en evidencia una contradicción fundamental: la clase trabajadora se opone a un presunto “Estado obrero” y al supuesto “Partido de la clase obrera”. La teoría oficial sobre la que se basaba el comunismo de Estado se viene abajo; b) en Moscú, en marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov es elegido secretario general del Partido Comunista de la URSS. Lanza la “perestroika” y la “glásnot”, y activa, con las precauciones de un artificiero, la reforma del comunismo soviético; c) durante la primavera de 1989, en Pekín, en vísperas de una visita de Mijaíl Gorbachov, miles de manifestantes reclaman reformas similares a las que se llevan a cabo en la URSS. El Gobierno chino hace intervenir al Ejército. Resultado: cientos de muertos y condena internacional del régimen de Pekín.
Cuando, en el otoño de 1989, ciudadanos de Alemania del Este se echan a la calle para exigir reformas democráticas, las autoridades dudan en disparar o no sobre las multitudes. Moscú anuncia que sus tropas estacionadas en Europa del Este no participarán en ninguna represión. La intensidad de las manifestaciones se multiplica. La suerte está echada. El muro de Berlín cae. En unos meses, uno tras otro, los regímenes comunistas de Europa son barridos. Incluidos los de Yugoslavia y Albania.
Constatación importante: el sistema se desploma por descomposición interna, y no a causa de una ofensiva del capitalismo que lo habría derrotado. En esos años, Estados Unidos se halla en grave recesión tras el “lunes negro” de Wall Street acaecido dos años antes (el Dow Jones había caído, el 19 de octubre de 1987, un 23%). Pero la interpretación que se dará es que, en el enfrentamiento que opone, desde el siglo XIX, el comunismo al capitalismo, éste se ha impuesto.
Error fatal. Al perder a su “mejor enemigo” -el que, mediante una relación de fuerzas constante, le obligaba a autorregularse y a moderar sus pulsiones-, el capitalismo se dejará arrastrar por sus peores instintos. Washington impone en todas partes, a marchas forzadas, lo que cree ser la idea triunfal: la globalización económica. Es decir, la extensión al conjunto del planeta de los principios ultraliberales: financiarización de la economía, desprecio por el medio ambiente, privatizaciones, liquidación de los servicios públicos, precarización del trabajo, marginación de los sindicatos, brutal competencia entre los asalariados del mundo, deslocalizaciones, etc. En resumen, una vuelta al capitalismo salvaje. El multimillonario estadounidense Warren Buffet proclama: “Hay una lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que dirige la lucha. Y nosotros ganamos” (The New York Times, 26/XI/06).
En el plano militar, Washington despliega su hiperpotencia: invasión de Panamá, guerra del Golfo, ampliación de la OTAN, guerra de Kosovo, marginación de la ONU... Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush y sus “halcones” deciden castigar y conquistar Afganistán e Irak. Reducen la ayuda a los países pobres del Sur y lanzan una cruzada contra el “terrorismo internacional” utilizando todos los medios, incluidos los menos nobles: vigilancia generalizada, tortura, “desapariciones”, prisiones secretas, penales ilegales como el de Guantánamo...
El balance será desastroso: ninguna victoria militar real, una inmensa derrota moral y una gran destrucción ecológica. Sin que los principales peligros hayan sido eliminados. La amenaza terrorista no ha desparecido, la piratería marítima se agrava, Corea del Norte se ha dotado de armas nucleares, Irán podría hacerlo... Oriente Próximo sigue siendo un polvorín...
El mundo ha pasado a ser multipolar. Varios grandes países -Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica- forjan alianzas al margen de las potencias tradicionales. En Suramérica, Bolivia, Ecuador y Venezuela exploran nuevas vías del socialismo.
La oportunidad histórica que constituía la caída del muro de Berlín se ha desperdiciado. El mundo de hoy no es mejor. La crisis climática hace pender sobre la humanidad un peligro mortal. Y la suma de las cuatro crisis actuales -alimentaria, energética, ecológica y económica- da miedo. Las desigualdades han aumentado. La muralla del dinero es más imponente que nunca: la fortuna de las quinientas personas más ricas es superior a la de los quinientos millones más pobres... El muro que separa el Norte y el Sur permanece intacto: la malnutrición, la pobreza, el analfabetismo y la situación sanitaria incluso se han deteriorado, particularmente en África. Por no hablar del muro tecnológico.
Además, se han levantado nuevos muros: como el edificado por Israel contra los palestinos; o el de Estados Unidos contra los emigrantes latinoamericanos; o los de Europa contra los africanos... ¿Cuándo decidiremos destruir de una vez para siempre todos esos muros de la vergüenza? (Ignacio Ramonet, rebelión, 11/XI/09)

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