miércoles, 16 de febrero de 2011

VENTANAS: Cadáveres sin muerte

Cuando se piensa en los genocidios, en los desaparecidos, en los niños convertidos en soldados o en los decapitados se piensa en la muerte. Se cavila en esos temas por obligación moral. Esas desgracias son noticia cotidiana. El genocidio que hoy se lleva a cabo en Darfur, los incontables niños soldados mutilados o asesinados, las luchas fratricidas e interétnicas en algunas de las antiguas repúblicas soviéticas y en África, y, las matanzas como consecuencia del narcotráfico son ejemplos vivos de esas desgracias. Cuando se cavila en el origen de esos decesos se piensa en la muerte vana, en la muerte vil y en la sinrazón que abarata la existencia. Se reflexiona, asimismo, en los principios que definen a la condición humana, entre ellos, justicia, ética y libertad sin obviar una cuestión, que por fundamental, puede resultar irrisoria y ridícula: ¿por qué la sabiduría acumulada y el conocimiento cada vez más deslumbrante no han servido para menguar esos actos?

El funeral, en cualquiera de sus múltiples modalidades, no sólo representa un rito o un acto de higiene; el cadáver permite iniciar el duelo. El cuerpo sin vida es testimonio del final. Contar con el cuerpo, con la imagen postrera, o con las palabras que atestigüen el final es imprescindible. El cadáver permite cerrar la historia. Sin el cuerpo es imposible otorgarle al fallecido y a sus seres cercanos la dignidad necesaria. La tendencia mundial –España, Ruanda y la población armenia son algunos ejemplos– para recuperar la memoria de los muertos proviene, entre otras razones, por la necesidad de los deudos de dignificar la muerte de sus seres queridos.

El filósofo Giorgio Agamben ha hablado, al referirse a los muertos en los genocidios, de “cadáveres sin muerte, no hombres cuyo fallecimiento es envilecido como producción en serie”. Los “cadáveres sin muerte” son el culmen de los genocidios y la representación más cruda del mal.

“Esos muertos”, y sus deudos, son despojados de toda dignidad. Se les borra del mapa y de la historia de un plumazo. Se transforman en “no seres humanos”. Se convierten en cenizas, en cuerpos sin cabeza, en seres anónimos. Al no dejar huella el pasado se esfuma. Los “no hombres” –ése es el propósito de los asesinos– carecen de dignidad y de historia. Quienes fabrican muertos a destajo, sean las razones que sean las inductoras de los asesinatos, lo hacen apartados de todo principio ético. No existe el término preciso para definir esa conducta.

Si bien la muerte como tal carece de dignidad y de ética, el acto de morir es el espacio donde ambos hechos alcanzan su mayor expresión.

(Texto de Arnoldo Kraus, La Jornada, 19/VIII/10).

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