Desquiciamiento oficial. Convertido abiertamente en instrumento de agresión social y mentira cínica, el aparato policial federal destacado en Ciudad Juárez dio cuenta el viernes 29 de octubre de su lógica de guerra: balas institucionales contra protestas estudiantiles, disparo de armas de fuego contra mentadas de madre, detonaciones preventivas frente a los nuevos delitos dignos de paredón que ahora constituyen pintar leyendas en paredes (mientras narcomantas son colocadas tranquilamente) y manifestarse con parte de la cara cubierta (mientras policías y soldados así se mueven, inidentificables, oscuramente tocados).
Federales implacables ante estudiantes desarmados (o armados con piedras, latas y múltiples proyectiles verbales), a uno de los cuales hirieron de gravedad aunque por fortuna parece estar ya a salvo; prueba tajante de insania gubernamental: agredir a jóvenes en protesta contra la militarización y la violencia policiaca, violar la autonomía universitaria, confirmar en caso extremo la sabida conducta de violaciones y agresiones contra la población en general, herir a los inermes mientras se protege o huye de los impunes sanguinarios desatados, atacar a los jóvenes que protestan por la muerte de decenas de sus coetáneos y por la masacre diaria que allá se vive, en esa urbe fronteriza declarada por el calderonismo mucho más que una locación de El infierno, convertida en síntesis y sentencia del sexenio de la muerte.
Desquiciada mano dura contra estudiantes juarenses, mientras un hijo del jefe Diego es acusado de usar a agentes federales para asuntos conyugales y la toma de dos menores de edad (en Cozumel, David Fernández de Cevallos, acompañado de su hermano Rodrigo y su escolta de policías, arremetió contra su esposa y los padres de ella para llevarse a dos pequeños, de cuatro y un año de edad), mientras los michoacanos protestan de nuevo en las calles en demanda de que el Estado informe de la suerte de una veintena de paisanos que fueron desaparecidos en Acapulco, mientras el mismo Ejército interviene en Tijuana para liberar a tres familiares del poderoso Mayo Zambada que habían sido secuestradas por narcotraficantes contrarios, lo que podría generar una espiral de venganzas de primer nivel, ante lo cual preferible fue pintar con letras verdes conciliatorias que a las familias se les debe respetar; mientras la gerencia católica metropolitana, a cargo del licenciado Rivera, acepta –a fuerza de hechos comprobados, como la capilla construida por un jefe zeta en su tierra natal, con placa conmemorativa– que el poder corruptor del narcotráfico ha penetrado incluso la textura eclesial. Estampas de patología oficial, con la Policía Federal encañonando estudiantes y disparándoles, en una etapa superior de la guerra calderonista verdadera, que es contra la población. Guerra para implantar miedo social, para cancelar derechos y libertades, para encerrar a la gente en sus casas y someterla a la conservación angustiada de sus haberes mínimos, de su precaria seguridad personal: no protestes, no te manifiestes, no hagas caminatas de denuncia, no te opongas, no votes, no guardes esperanza más allá de que hoy no te toque a ti.
País Tormenta. Doble vuelta de tuerca: con el abatimiento de Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén, conocido como Tony Tormenta, se aviva el combate entre las dos facciones tamaulipecas separadas, el cártel del Golfo y Los Zetas y, con los combates urbanos en Matamoros y otras plazas norteñas, más el mensaje de crueldad georreferenciada enviado a michoacanos desde Acapulco, se garantiza que las matanzas continúen por apremios y por venganza. Violencia asegurada por largo rato, tensión social programada, inviabilidad estructural del estado de derecho y otras piezas de museo: olvídense de la posibilidad de que cese o disminuya la “guerra” calderonista contra el narcotráfico; va para largo, tal vez mucho más allá de lo que la costumbre sexenal sugiere, convertido ya el accionar policiaco y militar en una forma de gobierno, en tentación de continuidad “necesaria”, “patriótica”, al costo y al calibre que sea.
La Tormenta, pues, como programa de gobierno. La dictadura de los hechos: entre más difícil sea la situación, menos control y freno habrá a las medidas gubernamentales de presunta corrección urgente. Mientras nadie esté a salvo todo estará sujeto a la discrecionalidad del poder, nada bueno florecerá mientras la pólvora y la sangre sigan siendo la tierra y el abono de los cultivos oficiales.
Política narco. Aun cuando lo parecieran, no son lo mismo la narcopolítica que la política narco. El primer término suele utilizarse para designar la infiltración de las bandas dedicadas al negocio de las drogas en los terrenos electorales y políticos, mediante el financiamiento y el soborno, de tal manera que las autoridades así constituidas acaben dando protección a sus patrocinadores e incluso les permitan recuperar sus inversiones mediante la asignación de carteras claves, normalmente relacionadas con la obra pública y el manejo de las policías. Esa versión instrumental, la narcopolítica, que sólo busca protección y complicidad, sin propósitos mayores, ha alcanzado a presidentes municipales, diputados locales y federales, senadores, gobernadores y presidentes de la República. Diferente, pues es conceptual, estratégica, de largo alcance y perspectiva superior, es la política narco, entendida como el uso intencional de la narcopolítica –de lo instrumental, de lo operativo– y otros ingredientes correlacionados, para desarrollar una suerte de proyecto oficial de control político y social mediante la instauración del miedo colectivo y la supresión de derechos y garantías hasta convertir la política y lo electoral en endebles fantasmas condicionados y virtualmente suprimidos por la violencia institucionalizada.
En México, Felipe Calderón ha establecido una política narco. No sólo, originalmente, para tratar de alcanzar alguna forma de legitimación luego del fraude electoral de 2006 sino, viendo hacia adelante, para gastar los bríos cívicos desatados e instalar un temprano elemento de distorsión, amago y posible suspensión de los procesos electorales. Ya no hay condiciones adecuadas para el ejercicio de libertades ni para la elección más o menos aceptable de representantes y autoridades, pues ese ámbito cívico ha sido afectado gravemente por la violencia generalizada, la indefensión ciudadana, la abolición de amplios segmentos de la seguridad jurídica, el exterminio de candidatos y de autoridades electas o en funciones y la impunidad de los escuadrones asesinos que igual ultiman hoy a sus presuntos adversarios que mañana a personajes seleccionados en razón de consideraciones políticas.
En Estados Unidos, compareciente ante el poderoso Consejo de Relaciones Exteriores que tiene en la mira a México, el embajador Arturo Sarukhán se aventó la puntada de criticar la cobertura periodística internacional que se centra en “la sangre” y no, por ejemplo, en supuestos logros del calderonismo como “la expansión de la clase media” (aventurada tesis ésta, a menos que el diplomático considere signos de expansión el que ya haya mexicanos de clase media que han debido esparcirse por el extranjero a causa de la sangre delictiva que los periodistas extranjeros debieran dejar de destacar).
(Textos de Julio Hernández López, La Jornada, noviembre 1, 8 y 11, 2010).
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