miércoles, 16 de febrero de 2011

OPINIÓN: Friedrich Katz y nuestro México

Innumerables senderos que se entrecruzan al azar de los andares pueden mirarse en los 13 ensayos de Friedrich Katz publicados por Ediciones Era bajo el título de Nuevos ensayos mexicanos. Cada lector podrá seguir, sabiéndolo o no, aquellos que sus afinidades le indiquen. Si los camina hasta el fin, descubrirá que el huellero, Friedrich Katz, se empeñó en descubrir que cada uno de esos senderos trazados por las huellas de cada vida a través de las generaciones tiene sentido. Ese sentido Katz no lo da ni lo atribuye. Sencillamente lo va descubriendo. Dice la copla margariteña que “el cantar tiene sentido, entendimiento y razón”. Siguiendo los ensayos de este libro encontraremos, entre muchas otras cosas, que el azar, deidad suprema de la historia, vez tras vez tiene un sentido y esconde una razón, pero que esto no lo despoja de su cualidad intrínseca en cada hecho, el de ser único, imprevisible e irrepetible.

Decía Clausewitz que ninguna actividad humana tiene contacto más universal con el azar que la guerra. Pero sabía lo que desde Demócrito se sabe: “Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad”. En esta feliz oscilación se mueve el encanto del arte de narrar de Friedrich Katz, desde la lógica y las razones de la expansión del capital en el porfiriato, hasta el relato policial sobre el espía mexicano que entre 1926 y 1927 el presidente Calles había plantado en el despacho mismo del hostil embajador de Estados Unidos en esos días, James Rockwell Sheffield.

Este método está arraigado en la formación científica y filosófica de este historiador y mucho también, quiero creer, en la herencia de la historia familiar. A riesgo de ser elemental, quiero insistir en que toda idea de teleología, en muchos otros casos escondida hasta para el mismo historiador, está ausente del razonamiento de estos ensayos.

No voy a entrar en la discusión de si la historia es ciencia o arte. Pero si es arte, debe decirse que pocos instrumentos de conocimiento hay tan apegados por su naturaleza misma al postulado de objetividad, consustancial al conocimiento científico, como la mano del artesano en contacto con su materia de trabajo. Por similar razón, quedan fuera de ese oficio de artesano que es la historia tanto los eternos destinos escritos por el dedo de Dios como los destinos manifiestos imaginados por las humanas ansias de dominación.

En la erudita y clara mirada de Katz no encuentro destino trascendente, aunque sí interrogantes y conjeturas, que no es lo mismo. Las conjeturas, por carentes de respuesta que ellas puedan ser –pues lo que fue, fue así y no de otro modo– amenizan el relato, azuzan la imaginación y recuerdan siempre la ubicua presencia del azar, en la bala que mató a Bernardo Reyes al inicio de la Decena Trágica o en la granada que no mató a Obregón en Celaya, sino que sólo le arrancó la mano, para que en el Parque de la Bombilla ésta se alzara como perdurable monumento al azar de las batallas y a la ambición de eternidad de los grandes efímeros.

Entre los múltiples senderos mexicanos de los tres ensayos, por afinidad o por azar escogeré hablar esta noche de tres: la formación del Estado en tanto relación entre gobierno y gobernados; la presencia incesante, visible o invisible, del pueblo indio y campesino en todos los caminos de esa historia; la definición de México en relación con el mundo en cada momento cardinal de su conformación y su configuración como nación, es decir, como comunidad de historia y de destino, ni eterno ni manifiesto sino sencillamente humano.

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La República Restaurada y el porfiriato es una síntesis histórica clásica sobre este periodo clave en la estructura del Estado mexicano. Ya publicado hace 20 años, en 1986, en el volumen 9 de la Historia de América Latina dirigida por Leslie Bethell para Cambridge University Press, este ensayo de Katz era allí una especie de pieza de equilibro del entero volumen entre los de historiadores tan destacados como John Womack, Jean Meyer o Ciro F.S. Cardoso. Esta misma y tal vez no buscada función, la de dar centro de gravedad y equilibrio a un conjunto, cumple ahora en esta colección de estudios varios del propio Friedrich Katz. Su acompañante natural en este volumen es el ensayo sobre Benito Juárez.

De ambos surge uno de los varios rasgos definitorios de ese Estado hasta los años 80 del siglo XIX, es decir, en su periodo de conformación y consolidación: sus dos figuras mayores, Juárez y Díaz, no provienen de la burocracia político-estatal, aunque contribuyan a engendrarla, sino que se forman y se educan en la guerra, en la penuria, en tomar decisiones sobre el campo y en sobreponerse a grandes adversidades que a veces ni siquiera se presentan como tales. Son lo opuesto de los gobernantes, aun de los grandes, surgidos y formados a través de un sistema burocrático parlamentario en la intermitente normalidad de los tiempos de paz.

Katz resalta muy bien, no en el adjetivo, sino en el relato, las peculiaridades de estos personajes provenientes de capas intermedias de la población y no de las grandes familias consolidadas en la República oligárquica posterior cuyos cimientos ellos echaron. En realidad, la guerra de Intervención es un momento decisivo en la formación de estos presidentes y de su entorno intelectual, inesperada herencia que el fugaz Imperio dejó a la restaurada y luego consolidada República mexicana.

Esta República, según aparece en los estudios de Katz, tiene que irse definiendo con Juárez, con Lerdo y con Porfirio Díaz en confrontación y negociación permanentes con al menos cuatro fuerzas: el poder de la Iglesia, la institución más antigua, pervasiva y duradera desde los días de la Conquista; la naturaleza bélica, expansiva y dominadora de la nación del Norte, Estados Unidos de América; el poder fragmentario pero arraigado de los caudillos regionales; y la presencia ubicua, silenciosa o tumultuosa según los tiempos, del pueblo indio y campesino, con sus costumbres, sus creencias, sus rituales, sus idiomas y sus utopías, todos ellos ajenos a la construcción jurídica liberal republicana.

Entretanto, por debajo de esas zonas de turbulencia, una fuerza impersonal de los nuevos tiempos, los del último tercio del siglo XIX: la expansión del capital y de sus modos de dominación y de relación social, iba acomodando, desplazando y subordinando a los demás factores, resolviendo, disolviendo y subsumiendo sus conflictos y dando forma a la ejemplar República liberal oligárquica con sus clases dominantes, cuyo final florecimiento a inicio del siglo XX se agota de repente después del primer centenario, el de 1910.

Con nitidez en el trazo y claridad en el razonamiento surge este complejo ciclo de los ensayos de Friedrich Katz sobre el periodo, que a partir de esta edición seguirán siendo, como ya antes lo fueron, una de nuestras referencias obligadas para guiar el estudio y la reflexión.

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En dos de los ensayos de Katz, Las rebeliones rurales en México a partir de 1810 y El fin del viejo orden en las haciendas de México, 1911-1913, aparece en primer plano un elemento siempre determinante en su modo de pensar la historia mexicana: la presencia ubicua del pueblo campesino e indígena en cada episodio y cada vericueto, aunque ella pueda mostrarse tantas veces como silencio o como aparente ausencia.

De los ensayos acerca de la República y de su inveterada sombra, las rebeliones campesinas, surge una constante: más todavía que sobre la explotación de la fuerza de trabajo, relación que fue creciendo con la expansión del capital, esta República creció, se materializó y se consolidó en el despojo de las tierras, las aguas y los bosques de los habitantes originarios de la tierra mexicana. La memoria de las generaciones sucesivas es, ante todo, una memoria del despojo. Detrás de cada una de las encarnaciones o de los símbolos resplandecientes del progreso, hay una despiadada operación de despojo. Escribe Katz:

“El auge de la economía mexicana produjo la mayor catástrofe de la historia para el campesinado mexicano desde la masiva mortandad de los indios en los siglos XVI y XVII. La mayoría de los pueblos que habían logrado conservar su tierra a lo largo de la época colonial la perdieron a finales del siglo XIX y principios del XX ante el avance de los hacendados, especuladores y miembros ricos de sus comunidades”.

La Revolución Mexicana fue un estallido contra lo que a través de las generaciones se había ido conformando como una República del despojo, que se proponía disciplinar como asalariados o como marginales a los despojados y a sus descendientes.

Esa rebelión, su energía y su odio se nutrió como ninguna “de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados”, según el decir de Walter Benjamin en 1940. En esa experiencia acumulada, también llamada memoria, se conformó su peculiar código de honor, una de cuyas encarnaciones era Pancho Villa, según lo menciona Katz en su ensayo sobre Villa y Estados Unidos. Vida propia y mejoría familiar fueron haciendo a quienes serían sus jefes campesinos: “Lo que puede sufrirse lo he sufrido/ lo que puede llorarse lo he llorado”, dice también el polo margariteño.

“Todos los dirigentes villistas –escribe Katz– alzados mucho antes de que estallara la revolución, como Toribio Ortega, Calixto Contreras, Porfirio Talamantes y Severiano Ceniceros, habían sido dirigentes campesinos que habían peleado contra el despojo de las tierras de los pueblos.”

Es ahí donde está la verdad más profunda, aunque no la única, de la revolución del norte: el programa y el ethos están en sus vidas y en sus memorias que dan el sentido de su movimiento. El carácter de la rebelión consiste en su ser; no en el origen de sus dirigentes, sino en el destino, los métodos, los fines que de ese ser se desprenden; y en su manera de ser, la afirmación gozosa de ese ser a través de una específica direccionalidad de la violencia y de la piedad. Palabra religiosa esta última, me dirán, pero que aquí empleo en su preciso significado terrenal de relación entre humanos, al igual que sus consonantes fraternidad o solidaridad, donde toda idea de paternalismo o condescendencia está excluida.

Katz percibe esta presencia, esta forma de estar, como rasgo propio del villismo: el grito de “Ahora es tiempo, yerbabuena, de que des sabor al caldo”, se levantaron en armas, según cuenta William Meyers, las primeras partidas campesinas rebeldes de la región lagunera. Estos orígenes de la rebelión del norte, a cuya cabeza política aparecía Francisco Madero, están descritos y documentados en forma precisa en el ensayo El fin del viejo orden en las haciendas de México, 1911-1913, donde se presenta la figura grande de Calixto Contreras, jefe de la rebelión de Durango que “llegó a comandar varios miles de jinetes”, según su adversario Patrick O’Hea, quien así lo describe:

“Un mechón lacio caía a un lado de su cabeza, ya en parte calva, y servía, de modo un tanto siniestro, para ocultar parcialmente su expresión. De fisonomía casi mongólica, ojos rasgados y pómulos altos, tez amarillenta, maneras calmadas y despectivas, hablar suave y lento, pero con una curiosa sonoridad, su edad era indefinible, porque lo mismo podía tener 40 que 60 años (...) No era cruel ni homicida”.

A este mismo Calixto Contreras proponía Zapata a Villa designar como presidente provisional de la Convención, allá por 1915, cuando Villa a su vez le proponía nombrar para el cargo al general Felipe Ángeles: ambos candidatos, ni que decirlo, jefes en 1914 en la batalla de Zacatecas.

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Algunas historias extraordinarias refieren los ensayos donde Katz se ocupa de las relaciones de la nación mexicana con el mundo. Tal vez la mayor, en el sentido preciso de la formación espiritual de la nación, no sea la gran hazaña de la expropiación petrolera, descrita en muchos otros lugares, sino una mucho más inasible y, sobre todo, gratuita: el apoyo sin condiciones a la República española y, al mismo tiempo, en palabras de Friedrich Katz, “su solitaria postura en favor de la independencia de Austria en el momento en que los países más poderosos del mundo se habían resignado a la ocupación de mi país natal por Hitler”.

El 19 de marzo de 1938, al día siguiente de la arriesgada e histórica decisión de la expropiación petrolera, el presidente Cárdenas dio instrucciones al representante mexicano en la Sociedad de las Naciones, Isidro Fabela, para que presentara la siguiente protesta:

“El gobierno mexicano, que ha observado siempre los principios del Pacto de la Liga de las Naciones y del derecho internacional, no puede admitir una conquista violenta, protestando de la manera más enérgica contra la agresión en cuya víctima se ha convertido la República de Austria”.

Katz estudia las difíciles condiciones en que México planteó esta protesta solitaria y, por diversos caminos de análisis, busca y plantea explicaciones. Pero, al fin de cuentas, el sentido último de la medida, “los motivos secretos de la protesta de México”, según Katz, están en una entrada del diario personal del general Cárdenas, quien el 15 de marzo de 1938 anotaba: “Finalmente, Alemania se entenderá con Inglaterra y Francia para repartirse entre sí los países pequeños de Europa. El avance del imperialismo podrá detenerse solamente cuando se unan las masas trabajadoras de todos los países para acabar de una vez con las guerras de agresión. Mientras no se haya establecido una unidad de esta clase no había ni una potencia ni un tratado que pueda detener al conquistador”.

El otro gesto gratuito, único y solitario entre todos los países, de la política internacional del México de Cárdenas fue la ayuda en armas y pertrechos sin condiciones a la República española y, después, al exilio republicano. A este tema está dedicado uno de los ensayos más conmovedores de este libro, aquel en el cual se relata la extraordinaria actividad de Gilberto Bosques, cónsul mexicano en la Francia de Vichy durante la Segunda Guerra Mundial, quien mediante toda clase de medidas, maniobras y artilugios dio protección en dos castillos alquilados al efecto y extendió visas mexicanas a un número incontable de refugiados españoles y de otras nacionalidades.

“Bosques decidió excederse ampliamente de sus instrucciones”, escribe Katz. “Cualquier refugiado que se le acercaba obtenía una carta del consulado mexicano en la que se declaraba que él o ella tenía una visa mexicana con la cual podía escapar de los campos de internamiento franceses antes de que la Gestapo llegara para deportarlo de regreso a Alemania. Bosques no sólo les procuraba la libertad, sino también dinero”.

La figura única de don Gilberto, encarnación de una política internacional de solidaridad y apoyo a los pueblos avasallados, aparece en toda su dimensión en los recuerdos de Friedrich Katz, habiendo sido él y su familia unos de los que fueron salvados por esa política. Bosques mismo terminó internado en Alemania cuando México declaró la guerra a este país, y sólo pudo volver a su patria en 1944, en intercambio con agentes alemanes detenidos en México.

Y aquí entra, en este libro singular, la figura del muchacho que era Katz en ese año. El Katz adulto nos narra la escena del regreso de don Gilberto:

“Cuando se extendió la noticia de su liberación entre la comunidad de los refugiados en México, miles de los que le debían ayuda y otros que lo respetaban por lo que había hecho, como mis padres, decidieron acudir a darle la bienvenida a la estación de Buenavista, en la ciudad de México. En esa ocasión, mis padres me llevaron con ellos, y recuerdo haber esperado durante tres horas en una noche mexicana más bien fresca. El tren se retrasó varias horas, pero ninguno de los miles de refugiados que esperaban allí de pie se fue a su casa. Cuando Bosques llegó, hubo vítores y abrazos, y miles de personas lo sacaron en triunfo de la estación de ferrocarril”.

Así era México y así era entonces Friedrich Katz. Así siguen siendo, nuestro México a pesar de los pesares, y Friedrich Katz en esta obra de la espléndida madurez de su oficio de siempre.

*Texto leído en la presentación del libro Nuevos ensayos mexicanos, de Friedrich Katz, en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones Mexicanas, el 12 de octubre de 2006, el cual se publicó el 25 de octubre de ese año.

(Texto de Adolfo Gilly, La Jornada, 17/X/10).

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