Arieh Eldad, integrante del ultraortodoxo partido de la Unión Nacional en la Knesset, el parlamento de Israel, afirmó el 13 de octubre que asesinar al presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, “es como asesinar a Hitler en 1939”, lo que “habría cambiado el curso de la historia y ciertamente el del pueblo judío”, y llamó a atentar contra la vida del mandatario. El llamado al magnicidio ocurre en la primera visita de Ahmadinejad a Líbano, que ha sido rechazada por Tel Aviv y sus aliados: ese mismo día, la secretaria de Estado estadunidense, Hillary Clinton, calificó esa visita de factor de desestabilización regional y de “provocación”.
Sin embargo, a juzgar por el llamado del legislador israelí, el principal factor de riesgo para la paz mundial no es Irán, sino Israel. El aislamiento político y económico al que está siendo sometida la nación persa como forma de presión para que abandone su programa de energía atómica parece obedecer, más que a afanes pacifistas, a un intento por negar los derechos soberanos de un Estado integrante de la comunidad internacional que, hasta ahora, ha sido agredido y no agresor: intervenido por Estados Unidos durante las primeras siete décadas del siglo pasado, atacado posteriormente por Irak, entonces con anuencia estadunidense, y hoy hostilizado por Washington y sus aliados –entre ellos Israel–, el Irán actual no representa una amenaza y sí podría ser, en cambio, un factor de estabilidad en la conflictiva región.
Por el contrario, Israel cuenta con un amplio historial de responsabilidades por crímenes de guerra, atropellos y violaciones a los derechos humanos que lo colocan ante la comunidad internacional como una potencia agresora y violadora consuetudinaria de la legalidad: ese mismo día trece, nueve ciudadanos franceses presentaron una denuncia ante la Corte Penal Internacional de La Haya contra varios funcionarios israelíes –el primer ministro, Benjamin Netanyahu; el ministro de Defensa, Ehud Barak, y el jefe del Estado Mayor, Gaby Ashkenazi– por la agresión, el pasado 31 de mayo, a la flotilla de la libertad que pretendía llevar ayuda humanitaria a Gaza. A lo anterior han de sumarse los bombardeos recurrentes a esa martirizada franja y la política de asesinatos –a veces masivos, a veces selectivos– practicada contra el pueblo palestino en los territorios ocupados; las acusaciones contra Tel Aviv por el asesinato del ex primer ministro de Líbano, Rafiq Hariri, hace cinco años, y los crímenes cometidos en la invasión israelí al país de los cedros, un año después. Tales episodios son, en buena medida, consecuencia de los inaceptables márgenes de impunidad que Estados Unidos y Europa occidental han otorgado al régimen de Tel Aviv para que lleve a cabo toda suerte de atropellos en el mundo sin temor a represalias.
En suma, al margen de las simpatías y antipatías que pueda despertar en lo personal el propio Ahmadinejad, e independientemente del estado deplorable que guardan los derechos humanos y las libertades individuales en la República Islámica, Teherán, en tanto que integrante de la comunidad internacional, ha mostrado un comportamiento mucho más civilizado que el de Israel, y es por demás injusto e inaceptable que las potencias occidentales se empeñen en medir y tratar a ambos países con raseros diferentes.
(Editorial de La Jornada, 14/X/10).
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