domingo, 2 de enero de 2011

ANÁLISIS: Walter Benjamin y el arte de narrar*

“Todos los pueblos colonizados tienen conciencia de que su verdadera historia ha sido proscrita por el colonizador. Saben que la suya es una historia oculta, clandestina, negada. Saben también que, pese a todo, esta historia existe y que su prueba evidente es la presencia misma de cada pueblo”: Guillermo Bonfil Batalla

Los historiadores suelen decirse artesanos. Al artesanado los une su arte de seguir huellas, encontrar indicios, reunir pruebas y someterlas a una forma de la crítica similar a la que ejerce el carpintero sobre sus maderas y el tejedor sobre sus hilados. Marc Bloch se decía un artesano, cercano a su materia de trabajo y reacio a la generalización especulativa propia de otros terrenos del conocimiento: “Entre los espectros que una falsa comprensión del pasado alza en nuestro camino y que un conocimiento más preciso exorcisa, ubicaría en primer lugar a la falsa analogía”. Uno de esos sencillos exorcismos está en el respeto propio del artesano hacia la materia con la cual trabaja.

Las tesis Sobre el concepto de historia conocieron una larga maduración en la obra previa de Walter Benjamin. Ideas de las tesis, y hasta párrafos enteros, aparecen en sus escritos de los años 30. Entre estos escritos están El narrador. Reflexiones sobre la obra de Nicolás Leskov, de 1936, y Eduard Fuchs, coleccionista e historiador, de 1937. Buscaré en lo que sigue algunos de los hilos que en las tesis se vuelven entramado.

Tomando pie en un conciso párrafo de Paul Valéry, Walter Benjamin dice en El narrador que en el trabajo del artesano existe “una relación estrecha entre el alma, el ojo y la mano. …Esta antigua coordinación del alma, del ojo y de la mano es de origen artesanal y la hallamos en el arte de narrar cada vez que éste está en terreno propio”. Hasta es posible preguntarse, agrega, “si la relación que existe entre la narración y su objeto, la experiencia humana, no es en sí misma una relación artesanal; si su tarea no consiste en trabajar en forma sutil y sólida la materia prima de la experiencia, la propia y la ajena”.

En su obra póstuma de 1942, Apología por la historia, Marc Bloch reclamaba para el conocimiento histórico esa misma primacía de la experiencia y aquella sabiduría propia de las manos del trabajo: “al igual que el tacto de la mano, existe un tacto de las palabras”. El historiador, artesano como a sí mismo se imagina, es y no es un narrador. No lo es en cuanto el narrador, el que cuenta historias bajo un árbol o junto al fuego, no tiene que aportar pruebas de sus dichos, sólo decir que lo sabe por experiencia propia o por experiencia ajena que otros le contaron. Son éstas sus referencias, no las mismas que las que debe aducir el historiador. Artesano es éste, sin embargo, en cuanto él también, historiador, transmite y narra en el presente (“el presente es el fragmento del pasado más cercano a nosotros”, decía Marc Bloch) una experiencia humana pasada que ha reconstruido según ese otro arte artesanal, el del rastreador o el huellero, descubriendo aquellos indicios, muchos o pocos, que de ese pasado pueden aún hallarse si se sabe buscar. Ese investigador sigue siendo uno que en su tarea requiere de aquella antigua coordinación del alma, del ojo y de la mano. Y una vez que ha encontrado los fragmentos y con ellos una imagen de ese pasado, no tiene otro remedio que contar su historia.

Es aquí donde se vuelve narrador, oficio antiguo como el que más.

“La experiencia trasmitida oralmente es la fuente en la cual han abrevado todos los narradores. Y entre los que han escrito sus historias, los grandes narradores son aquellos cuyo texto se separa menos de las palabras de los innumerables narradores anónimos”, escribe Benjamin. Entre éstos, nos dice, existen dos grupos que sin cesar se interpenetran. Uno es el campesino sedentario, que mucho ha vivido. El otro es el marino comerciante, que mucho ha viajado. Uno conoce historias y tradiciones de su comarca, el otro trae las de tierras lejanas. De estos dos arquetipos provienen dos estirpes de narradores. Pero es imposible pensar el arte de contar en toda su amplitud histórica sin una penetración recíproca muy íntima entre estos dos arquetipos.

Si es verdad que los campesinos y los marineros han sido los maestros consagrados del arte de narrar, el artesanado fue su gran escuela. En éste, el mensaje de países lejanos que trae quien mucho ha viajado se une al mensaje del pasado cuyo confidente es el hombre sedentario. El arte de narrar encuentra así sus primeros maestros entre aquellos que viven por sus manos. El investigador histórico, por su parte, tiene ante sí una exigencia específica de su oficio, que no se ocupa tan sólo de narrar. Walter Benjamin le demanda una inquietud espiritual: “dejar de lado toda actitud serena, contemplativa, para tomar conciencia de la constelación crítica en la cual tal fragmento del pasado entra con respecto a tal fragmento del presente”. Le pide, en otras palabras, “poner a trabajar la experiencia de la historia que, para cada presente, es una experiencia personal”. El materialismo histórico, escribe, “se dirige a una conciencia del presente que hace estallar la continuidad de la historia. …Concibe la comprensión histórica como una segunda vida de aquello que ha sido comprendido, cuyas pulsaciones son perceptibles hasta el presente”.

Una segunda vida del pasado en el presente: si esto es así, nos dice Walter Benjamin, el objeto de un conocimiento histórico venidero “no es una madeja de puros y simples hechos, sino un conjunto definido de hilos que muestran, en la textura del presente, la trama de un pasado”. Sería erróneo, agrega, “identificar esta trama con el puro lazo causal. Por el contrario, es un todo dialéctico, y algunos hilos, que pueden haberse perdido durante siglos, son retomados en forma repentina y silenciosa por el curso actual de la historia”. Ese curso, en aquellos años treinta del siglo XX, había adquirido una coloración atroz. Conocedor fino y sutil de los escritos de Marx, de la lógica inhumana del capital y del ascenso en Europa de una barbarie de progreso técnico, Benjamin anota: Las preguntas que la humanidad plantea a la naturaleza están condicionadas, entre otras cosas, por el nivel de la producción. Aquí es donde fracasa el positivismo. En el desarrollo de la técnica, sólo fue capaz de ver el progreso de las ciencias de la naturaleza, pero no las regresiones de la sociedad. No vio que ese desarrollo estuvo condicionado en modo determinante por el capitalismo.

Así se consumó en el siglo XIX un hecho definitorio de lo que vendría, “la recepción abortada de la técnica”. Esta recepción se realizó a través de una serie de concepciones que, “sin excepción, tratan de cancelar el hecho de que, en esta sociedad, la técnica sirve sólo para producir mercancías”. Sigue entonces su diagnóstico sin piedad sobre el siglo XX, el suyo, el que fue el nuestro: “Es el momento de preguntarse si la ‘bonhomía sentimental’ propia de la burguesía de aquel siglo XIX no se debía a la sorda satisfacción de no haber tenido que enterarse nunca de la evolución que iban a tener las fuerzas productivas entre sus manos. Pues, en efecto, esta experiencia correspondió al siglo siguiente. Éste verá cómo la velocidad de los medios de transporte y la capacidad de los aparatos que reproducen la palabra y la escritura va más allá de las necesidades. Traspasado ese límite, las energías que la técnica despliega son destructivas. Favorecen ante todo a la técnica de la guerra y de su preparación por la prensa”.

De esta lucidez de la razón histórica se nutrieron sus escritos a lo largo de la década trágica que trascurre entre la crisis de 1929, el ascenso paralelo del fascismo, el nazismo y el stalinismo, la derrota de la revolución española en la cual los tres convergen, y el inicio en 1939 de la Segunda Guerra Mundial. En el umbral de esta catástrofe, entre 1938 y 1939, esos escritos están animados por lo que llama “el coraje de la desesperación: la conciencia de que el mañana puede traer destrucciones de una amplitud tal que parecerá que nos separan siglos de los textos y las producciones que apenas datan de ayer”. Esa conciencia relampaguea en 1940 en los dos gestos últimos de su alma y de su mano: sus tesis Sobre el concepto de historia y su suicidio en Port Bou. Relámpagos de color oscuro, ellos parecen iluminar los tiempos violentos de la historia que llegarían con el siglo sucesivo. La violencia sin par del siglo XX no sólo incubó la de estos tiempos nuestros que han apenas comenzado. Trajo también consigo una creación y una acumulación de experiencia en resistir, organizar, pensar, imaginar y poner en práctica sentidos y significados de la vida diferentes y opuestos a la barbarie cosificada del reinado universal de la mercancía y la “dependencia respecto de las cosas” como razón y principio moral fundante de la vida.

Experiencia es confianza en las propias fuerzas. “Ninguna clase puede encarar la acción política sin tener confianza en sí misma”, escribía Walter Benjamin en estos tiempos, la clase sin confines de los oprimidos, los despojados, los expatriados, los explotados y los humillados por la actual e inhumana configuración del mundo. Pero, agregaba, una cosa es la confianza en la propia capacidad para actuar, y otra diferente es el optimismo sobre las condiciones en que tendrá lugar dicha acción: confianza en lo viviente o confianza en lo instituido, podríamos decir. Este segundo optimismo era el más infundado y problemático: “La posibilidad de la barbarie, de la cual Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra y Marx en su diagnóstico del desarrollo capitalista habían tenido una intuición fulgurante”, prosigue Benjamin, era inimaginable para las mentes socialdemócratas de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. No habiendo alcanzado a divisar desde su mirador metropolitano la barbarie colonial, la Primera Guerra Mundial y lo que después siguió se desplomó sobre sus sosegadas y desprevenidas cabezas. La barbarie, el sinsentido, no amenaza desde afuera a las murallas de la presente ciudad del capital, cuyo símbolo y escudo de armas no son los rascacielos de Wall Street, de la City, de Shangai o de Dubai, sino los cinco muros del Pentágono. Viene desde adentro de esos muros y sus proliferantes aledaños financieros y desborda sobre el mundo.

Desde el lado opuesto no la contiene ninguna institución. Se le opone en cambio, difusa y sin fronteras, la experiencia humana, esa “constelación crítica entre tales fragmentos del pasado y tales fragmentos del presente”, “ese conjunto preciso de hilos del pasado en la textura del presente”. Es allí donde se revela, y en los tiempos violentos se vuelve fuerza material, aquella confianza propia de los órdenes subalternos vividos por los humanos, recibida de los hechos de sus múltiples historias a través de las voces de sus narradores, huelleros, viajeros, troveros y cuenteros.

(Texto de Adolfo Gilly, la haine, 29/IX/10).

* Este escrito es el epílogo, levemente modificado, de Adolfo Gilly, Historia a contrapelo – Una constelación, Ediciones Era, México, 2005.

Notas:

Marc Bloch, Histoire et historiens – Textes réunis par Etienne Bloch, Armand Colin, Paris, 1995, ps. 36 y 33. De los recursos que el investigador pone en juego en esta dimensión artesana de su oficio trata el clásico estudio de Carlo Ginzburg, “Señales. Raíces de un paradigma indiciario”, en Aldo Gargani (comp.), Crisis de la razón, Siglo XXI Editores, México, 1983, ps. 55-99.

Walter Benjamin, “Le narrateur. Réflexions à propos de l´oeuvre de Nicolas Leskov”, en Écrits français, Gallimard, Paris, 1991, ps. 205-229.

Walter Benjamin, “Eduard Fuchs, collectioneur et historien”, en OEuvres, III, Folio, Paris, 2000, ps. 170-225.

Walter Benjamin, Écrits français, cit., ps. 228-229.

“No hay menos belleza en una ecuación exacta que en una frase justa. Pero cada ciencia tiene su propia estética del lenguaje. Los hechos humanos son, por su misma esencia, fenómenos muy delicados, muchos de los cuales escapan a la medición matemática. Para traducirlos bien, y luego para penetrarlos bien (¿pues acaso es posible comprender perfectamente lo que no se sabe decir?), es menester una gran finura de lenguaje, un color justo en el tono verbal. Allí donde calcular es imposible, se impone sugerir. Entre la expresión de las realidades del mundo físico y la de las realidades del espíritu humano el contraste, en resumen, es el mismo que existe entre la tarea del obrero fresador y la del violero: ambos trabajan al milímetro; pero el fresador utiliza instrumentos mecánicos de precisión; el violero se guía, ante todo, por la sensibilidad del oído y de los dedos. No estaría bien que el fresador se contentara con el empirismo del violero, ni que el violero quisiera imitar al fresador. ¿Es acaso posible negar que, al igual que el tacto de la mano, existe un tacto de las palabras?”. (Marc Bloch, Apologie pour l’histoire ou Métier d’historien, Armand Colin, Paris, 1993, p.52).

Walter Benjamin, Écrits français, cit., p. 206.

Ibid., p. 207.

Walter Benjamin, OEuvres. III, cit., p. 190.

Ibid., p. 184.

Ibid., p. 185.

Ibid., p. 227.

Ibid., ps. 201-202.

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