Acusar a un diario como La Jornada de complicidad con el terrorismo es tratar de sembrar elementos de presunta justificación de cualquier arremetida del poder contra una instancia de periodismo crítico e independiente, tanto en el mortífero plano nacional como en el internacional, que es particularmente susceptible a tales etiquetaciones adversas. Adaptado a lo que se vive cada día en México, la revista Letras Libres, a través de quien era su subdirector editorial, está sirviendo de madrina o coadyuvante contra un medio que está en la mira de múltiples poderes (la acusación sin pruebas hecha por Letras Libres, para continuar con los símiles correspondientes a la épica calderonista, equivale a las presuntas llamadas anónimas de denuncia que son usadas como pretexto por marinos, soldados y policías en nuestro país para acometidas que por planeación superior, y entre francas violaciones a los derechos humanos, buscan amedrentar, disuadir o exterminar a objetivos determinados por razones penales, sociales, políticas o... accidentales).
Proveniente de una revista cuya principal caracterización resulta de sus vínculos con grandes poderes empresariales y políticos (que con frecuencia son sometidos a crítica y denuncia en las páginas de La Jornada), la imputación de complicidad con el terrorismo no podía verse pasar de largo. La directora, Carmen Lira, decidió atajar de inmediato la siembra envenenada y recurrió ante las instancias judiciales en demanda de comprobación de lo publicado por la empresa dirigida por Enrique Krauze o la retractación pública. Ese largo litigio llegó a su punto de resolución en la primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), con un proyecto elaborado por el ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea que, redujo la demanda en busca de verdad que ha hecho La Jornada, y la acusación sin pruebas realizada por Letras Libres, a una especie de empate técnico entre dos derechos en conflicto o, visto de otra manera, al libre acomodo en el mercado de dos productos comerciales en pugna. Peleen en sus páginas, y acúsense de lo que les dé la gana, es en síntesis el resultado del 23 de noviembre, cuando cuatro de los cinco integrantes de la primera sala de la SCJN aprobaron el proyecto de resolución elaborado por el ministro Arturo Zaldívar.
Con el precedente de la sentencia aprobada por el máximo tribunal del país, cualquier medio podrá decir prácticamente cualquier cosa de cualquier persona de relevancia pública; los famosos de cualquier ámbito podrán cubrirse de lodo entre ellos, y los medios informativos podrán acusarse mutuamente de delitos graves –el de complicidad con el terrorismo, por ejemplo–, sin que el sistema de impartición de justicia se vea compelido a intervenir. Por añadidura, las corporaciones mediáticas, las revistas y los diarios tendrán manga ancha para recurrir a la injuria contra sus competidores comerciales.
Es difícil creer que los magistrados que aprobaron ese fallo inapelable y legal, pero impresentable, no hayan previsto semejantes implicaciones. Sin embargo, no es de extrañar que la SCJN, en una más de sus trepidantes actuaciones como aval de la injusticia, las fobias conservadoras y el privilegio de las clases dominantes, haya dictaminado en el sentido que lo hizo, contra La Jornada. La SCJN ya lo ha hecho contra las mujeres al negarles el derecho de abortar, contra los indígenas al respaldar la vergonzosa ley del Congreso de la Unión que traicionaba los acuerdos de San Andrés o al permitir la excarcelación de los asesinos de Acteal. La lista es larga.
(Basado en Julio Hernández López, La Jornada, nov 23, 2011; Editorial de La Jornada, 24/XI/11).
No hay comentarios:
Publicar un comentario