lunes, 30 de enero de 2012


EDITORIAL: Entre el dolor y la vergüenza

Duele y avergüenza el punto al que llegamos. No estamos al borde del abismo. Caímos en él y parece insondable: no se ve el fondo.
El país se cae a pedazos y entramos a un callejón sin salida. Necesitamos detener la mirada en el desastre, examinarlo cuidadosamente. No hace falta buscar mucho. Si mantenemos los ojos abiertos, no importa en qué dirección veamos.
Crímenes de barbarie extrema, secuestros, asaltos, violaciones… una violencia cada vez más gene-ral y aleatoria, que incluye la esfera doméstica y, como siempre, se ensaña con las mujeres; se extiende por todo el país. ¿Cómo negarla? ¿Cómo dejar de ver la miseria que cunde y que ingresos, activos y expectativas están en entredicho? ¿O la magnitud e intensidad de la destrucción natural que ha causado ya daños irreversibles en muchas partes? ¿O el desmantelamiento sistemático del estado de derecho? ¿O el deterioro acelerado de toda capacidad de gobierno, reducida ya al uso de la policía y el ejército?
Sin masoquismo alguno, cultivemos el dolor que todo esto provoca. No lo matemos. Estar intranquilo no es enfermedad o anomalía: es una inquietud que nos pone en alerta cuando algo anda mal y debemos hacer algo. Tranquilizarnos artificialmente no es revelarnos que se trataba de una falsa inquietud, sino negar la percepción para mantenernos quietos, sosegados. Eso se quiere hacer hoy: anestesiarnos, paralizarnos, evitar la acción inducida por la conciencia que nos da el dolor. Decía Iván Illich, hace años, que el uso creciente de dispositivos para matar el dolor nos convierte en espectadores insensibles de nuestra propia decadencia.
Eso es lo que experimentamos hoy. Ante el desastre cuyas evidencias cotidianas se multiplican aumenta el consumo de tranquilizantes químicos o discursivos. Unos políticos tratan de negar la evidencia y ocultarla tras nubes estadísticas y retóricas. Otros usan el cachondeo apocalíptico para llevar agua a su molino ideológico: bastará hacerles caso y usar las aspirinas que prescriben para que el cáncer desaparezca.
Escribe Javier Sicilia (proceso.com, 31/XII/11): “Bajo las leyes que dice custodiar (el Estado), en realidad lo que habita es la corrupción y la impunidad. Quienes lo administran –con sus excepciones– consienten en realidad el crimen por omisión, por comisión o por indiferencia. Encubiertos en sus privilegios y en discursos sobre el bien de la nación, en realidad la usan. Detrás de sus instituciones, de su retórica, de sus buenos propósitos para el año electoral, lo único que parece estar no es el estado de derecho, sino las palabras de Striner: “¿Qué es el bien?: ‘Aquello que puedo usar’. ¿A qué estoy legítimamente autorizado?: ‘A todo aquello de que soy capaz’”. Su desprecio por las víctimas, su incapacidad para proponer un camino hacia la paz y la justicia, su deseo de poder y de dinero, tienen el rostro del cinismo y el de la tentación del crimen legal: el despliegue de la militarización del país –contra el nihilismo de los criminales, los escuchamos decir con toda suerte de eufemismos, el nihilismo de la violencia legítima, el desprecio por la justicia y la paz, la retórica gastada de las buenas intenciones, del monopolio de la verdad, y el insulto, nunca el diálogo, que niega al adversario–. Al perderse lo sagrado, lo único que queda bajo su aparente presencia es la violencia sin límite, un lodo en el que ya no sabemos dónde empieza el Estado y termina el crimen.
“Quizá, más que con Striner, la realidad que vive México tiene un profundo parecido con la sensibilidad del marqués de Sade. No importa que no lo hayan leído. Se trata no de un conocimiento, sino de una misma sensibilidad nacida del desprecio por todo lo sagrado: la reivindicación de una libertad total, la deshumanización operada en frío por la inteligencia y la reducción del ser humano a una pura instrumentalidad y a un objeto de uso y explotación.
“Con más de dos siglos de anticipación, Sade, a una escala reducida, prefiguró las sociedades nihilistas. Nuestros criminales y muchos de nuestros políticos, sin conocerlo, han fundido su sueño de una república universal con su técnica del envilecimiento. “El crimen –decía Camus– que Sade quería que fuese el fruto excepcional y delicioso del vicio desencadenado no es ya (en nuestro México) más que la triste costumbre” que se continúa y se ahonda con el año que llega”.
(Basado en Gustavo Esteva, La Jornada, 26/XII/11).

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