EDITORIAL: Desborde social en Bilbo
El
7 de enero, la ciudad de Bilbo –Bilbao, capital de la provincia vasca y
territorio histórico de Vizcaya– acogió una gran movilización. No fue una más,
sino que pasará a la historia del país. Efectivamente, 120 mil personas
hicieron posible una movilización de proporciones colosales. Los intentos
previos de intimidación y de manipulación por parte de instancias judiciales y
políticas o las provocaciones de la Ertzaintza –la policía de Euskadi– al
comienzo de la marcha quedan en meras anécdotas que, en cualquier caso,
retratan a sus autores. Pero también será recordada porque permitió visualizar
el compromiso de una sociedad en un momento en el que se ve una clara
posibilidad, y la determinación de la mayoría de agentes vascos, de cerrar un
demasiado largo y doloroso conflicto. La sociedad vasca lo ha percibido y
valorado, ha asumido el papel protagonista que le corresponde y exige pasos a
quien se resiste a moverse. Además, ha dejado más claro si cabe que la
situación de los presos y exiliados vascos se encuentra entre sus principales
preocupaciones.
En
los dos últimos años se viene destacando la activación social como el factor
clave del proceso democrático. Y la sociedad vasca ha respondido positivamente
con un nivel de movilización que ha ido in crescendo y que ese día en Bilbo
simplemente se desbordó. Los responsables del Estado español sabían que esa
manifestación tendría un éxito sin precedentes por las adhesiones recibidas y
por la palpable predisposición de los ciudadanos. Pero probablemente desbordó
todas sus expectativas. Esa responsabilidad demostrada por los ciudadanos
vascos contrasta con la irresponsabilidad de los poderes del Estado, cada día
que pasa más en evidencia no sólo ante los ojos de los vascos, sino también de
la comunidad internacional.
Ciertamente,
el Estado español, independientemente del partido que conforme su gobierno, ha
mantenido y mantiene una actitud irresponsable con el único objetivo de
retrasar la inevitable confrontación democrática que ha de comenzar tras la
resolución definitiva del conflicto, en una situación de normalidad y paz,
basada en el respeto de todos los derechos de todos, en la que ningún
sufrimiento pueda ser instrumento al servicio de intereses políticos. E
irresponsable también porque, cuando por un lado se han dado pasos de calado
hacia la necesaria humanización del conflicto, hacia el final de todo
sufrimiento y el reconocimiento de todas las víctimas, el Estado se aferra a la
utilización de los presos y presas políticos como verdaderos rehenes, a modo de
baza a emplear frente a las demandas democráticas mayoritarias en Euskal
Herria. Y paradójicamente, mientras pretende negar el carácter político
de esos presos y exiliados, insiste en confirmar esa naturaleza política con su
tratamiento penitenciario de excepción.
Los
presos y presas políticos vascos, como agentes de primer orden, no se han
quedado al margen del proceso de resolución; al contrario, se han sumado a los
movimientos en pos de un escenario exclusiva y plenamente democrático, primero
suscribiendo el Acuerdo de Gernika y posteriormente con la iniciativa que
facilita los movimientos en aras a terminar con la política penitenciaria de
excepción por parte del gobierno de Madrid, decisiones tomadas, por cierto, en
pésimas condiciones debido a los lastres e impedimentos de la dispersión.
Para
intentar justificar su inmovilismo, el PP, y también el PSOE, se están
escudando en el argumento de que no pueden aceptar salidas colectivas. Esa es
prácticamente la única vía de escape que han encontrado para no afrontar el
fondo del asunto de los presos y presas vascos. Una excusa que, sin embargo,
contrasta con el hecho de que son precisamente esos dos partidos los que
siempre han aplicado un tratamiento colectivo a este sector: la dispersión, el
aislamiento, la llamada “doctrina Parot”...
(Editorial
de gara, 8/I/12).
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