domingo, 1 de enero de 2012

EDITORIAL: Rusia: lecciones e hipocresía de Occidente





Una semana después de las polémicas elecciones legislativas en Rusia, en las que el partido gobernante se alzó con la mayoría de los escaños en la Duma (Cámara Baja del Parlamento), el creciente descontento social por denuncias de fraude electoral configura un escenario de crispación política sin precedentes en la historia post soviética de ese país. El 10 de diciembre decenas de miles de personas volvieron a salir a las calles moscovitas –y a las de casi un centenar de ciudades más– para protestar contra el control político ejercido desde hace más de una década por el primer ministro Vladimir Putin, para denunciar la anulación de los comicios y la liberación de los cientos de detenidos en protestas de días pasados y para pedir la destitución de las autoridades electorales.
La inconformidad de los rusos no es infundada: de acuerdo con versiones de representantes de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, tales elecciones legislativas fueron un ejemplo de vicios antidemocráticos de sobra conocidos en México. Tales organismos han asentado, en sendos informes, que los comicios se caracterizaron por la falta de imparcialidad y por una convergencia entre el Estado y el partido gobernante, que derivó en frecuentes violaciones de procedimiento y en casos de manipulación, incluidos indicios graves de introducción masiva de papeletas en las urnas. Ciertamente, esas acusaciones no debieran resultar extrañas ni novedosas en la Rusia contemporánea, cuyas profundas raíces antidemocráticas datan de tiempos de los zares, se rearticularon rápidamente en la URSS pocos años después de las revoluciones de 1917 y, tras verse interrumpidas brevemente en los años de la perestroika (1985-1990), fueron retomadas por los gobiernos de Boris Yeltsin y del propio Putin, ambos asociados a las elites político-económicas que se beneficiaron con el desmantelamiento del Estado realizado a partir de 1991.
Llama la atención la actitud hipócrita asumida por las naciones occidentales, con Washington a la cabeza, ante la crisis que enfrenta el Kremlin. El 5 de diciembre, la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, dijo que el proceso electoral ruso no había sido ni libre ni justo, y ello obliga a recordar que fueron precisamente Washington y sus aliados occidentales los que, tras la caída de la llamada Cortina de Hierro, se empeñaron en reconocer en Rusia una democracia inexistente, con el fin de vincular a ese enorme país al mercado mundial y a las tendencias económicas definidas en el Consenso de Washington y convertirlo en un conjunto de oportunidades de negocio para compañías trasnacionales.
En consecuencia, Estados Unidos y Europa occidental soslayaron durante mucho tiempo la escandalosa ausencia de un estado de derecho en Rusia; los violentos métodos empleados por el gobierno y por las mafias privadas para eliminar opositores y competidores; las violaciones a los derechos humanos y las manipulaciones electorales realizadas desde el Kremlin para perpetuar al grupo en el poder.
(Editorial de La Jornada, 11/XII/11).

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