Aborrezco
la omnipresencia de los políticos. De poseer una vergüenza proporcional a los
desastres que organiza, la aristocrática casta de los políticos no se exhibiría
con la impudicia con que lo hace. Y ahí están siempre, todo el tiempo, en
bocinas, pantallas, primeras planas, pendones. Que se exhiban más mientras más
yerran, muestra que en la política a la mexicana desvergüenza es currículo.
¿Acaso
un ingeniero a quien se le colapsó un puente lanza discursos entre las ruinas?
¿El delantero que falló el penal alza los brazos en triunfo? ¿El cirujano que
mató al paciente reparte su tarjeta en el entierro? Los políticos en cambio se
hacen fotografiar, muestran las axilas, ponen cara de prócer y gritan “¡Sí,
protesto!” La radical extirpación de su honra es requisito básico de su oficio.
El país se despanzurra y siguen ahí,
inflados de su vanagloria, dándose
aires, sudorosos y decididos, haciendo pilates con sus lenguas elásticas,
gritando que tienen las manos limpias y la frente en alto. El resto de sus
anatomías –algo es algo– o no está en campaña o sí tiene pudor.
Me
asquea el maratón a patria traviesa de caras, manotazos, vociferaciones,
matracas. Es pasmoso lo que es capaz de hacer un político por amor a su patria.
Y es aberrante que ese amor viva del erario: el que sus propias leyes saquean
del erario para asignárselo a sus dietas y gastos de campaña, a vigilar que no
se hagan trampa unos a otros, aceptación tácita de su natural instinto. Miles
de millones para esta macolla de merolicos de la justicia social, padrotes de
la esperanza, títeres coadyuvantes, líderes de toma y daca, claques a sueldo,
comadrejas gestoras, piadosas sanguijuelas, coimes solícitos, “cocodrilos
metidos a redentores”, les dijo Octavio Paz, “patriotas con el monopolio del
patriotismo”, les dijo Neruda.
Su
insultante suficiencia… Además del poder para darse lo que quieran, convierten
lo que quieren en ley. Cubiertos por fueros aristocráticos que los inmunizan
contra las consecuencias de sus actos. Amos de la cancha, del balón, de la
taquilla, del reglamento y hasta del cuerpo arbitral. Y de nosotros, claro, la
afición fantasmal que paga para retacar estadios catatónicos y presenciar las
luchas libres de sus intereses.
¿Y
a quién irle? Parafraseo a Mencken: cada partido se atarea en demostrar que los
otros partidos son incapaces de gobernar. Es la única ocasión en que dicen la
verdad y en que; todos ellos, tienen la razón.
¿Cuánto
de los impuestos que me retienen acaba en la peluquería que los diputados se
mandaron poner en San Lázaro? ¿Cuánto en la teiboleras que zangolotean las
nalgas ante los líderes salivosos? ¿Cuánto financié de sus cenas babilónicas,
de los perfumes de sus queridas? ¿De la colección de carrazos de Gamboa Pascoe?
¿De las joyas de Lamestrelbester? ¿Cuánto del chalet donde vive en Austria el
hijito del góber precioso? ¿Cuánto de las boas que Hank Rhon se pone de
corbata? ¿Cuánto de las putas eslovacas que miman niños verdes? ¿De las
inversiones en bienes raíces de gobernadores que quebraron las finanzas
públicas de sus terruños?
Y
no hay respuesta. No habrá respuesta nunca. Ni los viejos velociráptors que
saltan de una cámara a otra, ni los debutantes ansiosos que se arañan para
culiatornillarse dizque de legisladores. No hay respuesta. Hay sitio para
todos: matones, júligans, bronxs, juniors, cacos de ínfima ralea… Cuando se
desmoronen “los muros de la patria mía” no faltará quien salte “con la frente
en alto”, y con la lengua llena de cochambre entone desafinados himnos al
futuro.
(Texto
de Guillermo Sheridan, El Universal,
20/III/12).
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