El
pasado 21 de marzo, por mayoría de tres votos contra dos, los integrantes de la
primera sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) rechazaron la liberación
de Florence Cassez –sentenciada a 60 años de cárcel por el delito de
secuestro–, como proponía el dictamen elaborado por el ministro Arturo
Zaldívar. Ante la negativa, la resolución sobre el amparo solicitado por la
defensa de la acusada quedó en suspenso, y corresponderá a la ministra Olga
Sánchez Cordero presentar, en semanas o meses próximos, un nuevo proyecto de
dictamen.
No
cabe duda: el sistema de justicia en el país atraviesa por una manifiesta
situación de catástrofe. El reconocimiento, por cuatro de los cinco ministros
de la primera sala, de atropellos diversos a los derechos de la inculpada
durante su detención y durante el proceso en su contra, es un golpe demoledor a
la cadena de instituciones encargadas de procurar e impartir justicia y
salvaguardar el estado de derecho: desde los funcionarios de la Agencia Federal
de Investigaciones (AFI), adscritos a la Procuraduría General de la República
(PGR), que escenificaron la falsa captura de Cassez y violentaron sus derechos
a la asistencia consular y a ser presentada ante el Ministerio Público, hasta
los juzgadores que avalaron dicha práctica y dieron curso a un proceso judicial
viciado de origen.
En
un pleno estado de derecho, las irregularidades mencionadas ni siquiera habrían
tenido lugar. Sólo en el contexto de una legalidad bastante imperfecta sería
concebible y explicable que los atropellos cometidos por la AFI, la PGR y los
jueces hubiesen pasado tantos años sin ser investigados y sancionados. Por
desgracia, en el México contemporáneo las perspectivas de esclarecimiento y de
castigo por estas faltas han sido nulas hasta ahora, y antes bien se ha
premiado a los responsables, si se toma en cuenta el papel protagónico que
ocupa el titular de la Secretaría de Seguridad Pública federal, Genaro García
Luna –quien al momento de la detención de Cassez se desempeñaba como director
de la AFI–, en el gabinete presidencial y en el diseño y aplicación de la
contraproducente estrategia de seguridad en curso.
No
resulta ocioso preguntarse cuántos reclusos y reclusas enfrentan actualmente
sentencias derivadas de procesos tanto o más irregulares que el de Cassez, sin
posibilidad de acceder a los reflectores mediáticos y a la proyección
internacional que tuvo la ciudadana francesa, y qué porcentaje de la población
penitenciaria del país habría podido apelar a la liberación inmediata como
resultado de esas irregularidades, en caso de que el proyecto de Zaldívar
hubiese prosperado.
Al
desaseo exhibido por las deliberaciones del caso Cassez en el máximo tribunal
del país ha de agregarse la inaceptable intromisión del Ejecutivo federal en
los asuntos del Poder Judicial para que sus máximos exponentes rechazaran la
liberación de la sentenciada. El reclamo lanzado ese mismo día por el presidente
de la SCJN, Juan Silva Meza, al
Ejecutivo federal, de que ese organismo está “obligado a garantizar el
derecho de todos” y de que “la ley no puede cumplirse a capricho” constituye
una respuesta procedente y necesaria al comportamiento del gobierno federal en
lo que toca al caso comentado, pero también una contundente descalificación al
desempeño de la actual administración durante el último lustro en materia de
justicia.
El
caso Cassez da cuenta de la descomposición de una institucionalidad que ha
perdido el sentido de apego a la ley y de la moral pública, que ha quedado
exhibida por su turbiedad y por las desviaciones a la legalidad con que se
conduce, y que se ha vuelto un factor de desaliento y cinismo y en una faceta
impresentable de México ante el mundo.
(Editorial
de La Jornada, 22/III/12).
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