A
pesar de todos los recursos que se pusieron en juego (apoyo abierto de los
gobiernos federal y guanajuatense, cobertura sumisa de las principales
televisoras, movilización de las estructuras sociales de la Iglesia católica
mexicana), la visita del neomexicano Benedicto XVI no logró el impacto ni la
trascendencia que sus organizadores e impulsores habían considerado.
Una
parte del tono desabrido de este asomo del Papa a tierras mexicanas se debió a
circunstancias personales. A diferencia de su antecesor, Juan Pablo II, todavía
venerado por un amplio sector del catolicismo, el actual ocupante de la
jefatura del Estado del Vaticano carece de aquel carisma y genera apenas un
entusiasmo convencional entre sus seguidores. Por si esa desventaja fuera poca,
sus palabras en público lo mostraron como un funcionario religioso timorato,
apegado a un guión básico que intencionalmente le permitió no abordar temas
difíciles o candentes, deseoso más bien de cumplir con protocolos garantizados,
sin asomo de producción conceptual interesante ni planteamientos especiales
para atender los complicados problemas de la sociedad mexicana actual.
La
medianía pública en que se desarrollaron los actos papales podría, sin embargo,
tener como principal causa el hecho de que fueron demasiados los compromisos
políticos hechos entre el visitante conquistador y el calderonismo cedente y,
al mismo tiempo, beneficiario. El máximo sacerdote Ratzinger no fue capaz de
pronunciar una sola palabra que pudiera causar sofoco a sus anfitriones
federales o a la estructura clerical nativa. Ni una mención específica al grave
problema público de la pederastia sacerdotal ni una condena al belicismo
felipista causante de múltiples daños sangrientos y de reiteradas violaciones a
los derechos humanos, como otras importantes instancias internacionales han
denunciado con claridad inequívoca.
Frente
a la desgracia de México, Ratzinger ofreció su propio rezo constante. Sus
momentos cumbres de motivación se registraron cuando convocó a sus seguidores a
superar el “cansancio de la fe” y a “recuperar la alegría” de pertenecer a su
iglesia. En otra ocasión había hecho referencias distantes, realmente ofensivas
en razón de sus móviles elusivos, a los niños, su felicidad, su sonrisa, como
si no fueran algunos colegas del propio Ratzinger los responsables de mancillar
a esa niñez y de borrar sus sonrisas. Y su principal acto masivo, en Silao,
tuvo zonas que no se llenaron, aunque los organizadores hablaron de 640 mil
asistentes, basados en los reportes que les hizo llegar el yunquismo gobernante
de la entidad. Ya en León, reunido con los obispos del continente, los llamó a
estar más cerca de los marginados.
En
cambio, hubo un vergonzoso montaje amateur de Felipe Calderón para aparentar
una reunión papal con unos cuantos familiares de víctimas de la “guerra” contra
el narcotráfico. Al más puro estilo de García Luna Productions, pero con menos
oficio que el consagrado Genaro, el ocupante de Los Pinos se permitió la
ligereza de informar mediante un boletín oficial de prensa que “al concluir la
reunión con el presidente, el papa Benedicto XVI recibió a familiares de
algunas víctimas de la violencia en México”. En otra parte del tramposo texto
se apuntó que “el papa Benedicto XVI saludó una por una a cada víctima de la
violencia e intercambiaron palabras”. Sin embargo, el vocero del Vaticano
precisó que no hubo tal “reunión específica del Papa con víctimas de la
violencia”. Después de un saludo a niños y yendo de paso hacia otro acto, en un
“salón donde había numerosas personas”, algunas de ellas le fueron presentadas,
“entre éstas las víctimas de la violencia de las que habla el comunicado (…)
Algunas víctimas le fueron presentadas al Papa. Sólo eso”.
A
pesar de tan escandalosa mentira, Calderón comulgó en Silao, luego de mostrarse
en diversos tramos de la agenda benedictina como una especie de orgulloso
promotor de un espectáculo añorado. En términos generales, salvo la pifia de la
“reunión” con víctimas, que podría acabar convertida en la nota más relevante
de esta visita, el felipismo tuvo ganancias políticas y electorales que, sin
embargo, no parecen tan cuantiosas ni contundentes como para relanzar la
alicaída campaña de Josefina Vázquez Mota, quien hizo notables esfuerzos por
recordar a los presentes que ella tiene algún papel de relevancia en la
contienda electoral en curso. El error relacionado con las víctimas, por otra
parte, ayudará al expansionismo vaticano a presionar con más soltura al
felipismo para que cumpla con el trato de la visita papal en coyuntura
electoral a cambio de abrir las puertas a la “libertad religiosa”, que
significará más presencia de la Iglesia católica en la educación pública, la
propiedad de los medios de comunicación, las plazas públicas y el discurso
político.
(Texto
de Julio Hernández López, La Jornada,
26/III/12).
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