En
un ritual ajeno a la formalidad republicana establecida en las leyes, Felipe
Calderón formuló el pasado 28 de marzo en el Auditorio Nacional una larga
exaltación propia y un desmedido autoelogio, a fin de “rendir cuentas” ante una
decena de miles de funcionarios y de burócratas acarreados. Para empezar,
Calderón presentó una justificación de su estrategia antidelictiva y de
seguridad pública, emprendida y aplicada desde hace cinco años con dudosa
legalidad y peores resultados, y afirmó que si él no hubiera “atacado el
problema”, “una parte del territorio nacional estaría hoy dominada por capos”,
“no habría libertad para la gente, ni habría paz, ni habría tranquilidad” y el
próximo gobierno “se habría encontrado con instituciones completamente
infiltradas por los delincuentes”, así como “con una sociedad arrodillada
frente a los criminales”.
Por
lo demás, Calderón realizó un repaso de cifras alegres en materia de salud,
educación, migración, economía, finanzas, infraestructura y política social.
Arremetió contra los indicadores que señalan el crecimiento de la pobreza
durante su administración, negó el declive sostenido de los resultados
educativos y presentó cifras sobre salud, vivienda, infraestructura, escuelas
construidas, becas, apoyos, inversión pública y atención a mujeres –entre otros
rubros– muy semejantes a las que recitaban los mandatarios del ciclo priista
cada primero de septiembre. Dijo, para resumir, que “México es mejor que lo que
lo que era hace seis años”.
Con
un tono inconfundible de cierre y despedida, la administración calderonista
entra en su último semestre de la misma forma en que empezó: frente a
auditorios blindados ante el disenso, irregular con respecto a las maneras
republicanas y de espaldas a la realidad.
Los
locutores a sueldo, carentes de ética, lo secundaron con coros de alabanza
sobre “sus logros humanistas”. ¿Logros, y además humanistas?, preguntaron los
asqueados mexicanos: 15 millones adicionales de pobres; ambiente de violencia y
barbarie que menoscaba las garantías fundamentales de las personas y que no ha
podido ser atenuada por el gobierno federal; más de 50 mil muertos por la
inseguridad; desempleo; informalidad creciente; salarios de hambre; deterioro
pronunciado en las condiciones de subsistencia de las mayorías; bienestar en el
suelo; encarecimiento injustificable de tarifas y servicios públicos, empezando
por el de los energéticos; persistencia del patrimonialismo y la opacidad en la
conducción de los recursos públicos; el “avance” económico más bajo en casi
tres décadas; crecimiento en 142% de la deuda contratada por el gobierno
federal en este sexenio; corrupción a galope; concentración de la riqueza;
saqueo de la nación; sexenio perdido. ¿Logros?
(Basado
en Editorial de La Jornada, 29 y 31
de marzo, 2012; Carlos Fernández-Vega, La
Jornada, 29/III/12).
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