El
28 de marzo pasado, la Cámara de Diputados aprobó, por mayoría, la Ley Federal de
Justicia para Adolescentes que establece nuevos procedimientos para procesar a
los menores infractores de entre 12 y 18 años; reduce de 18 a 14 años la edad
mínima para que un individuo pueda ser imputado por la comisión de un delito y
establece un nuevo régimen de sanciones para los adolescentes que violen la
ley: sustituye el sistema de consejos tutelares para menores y decreta la
prisión preventiva para los casos de ilícitos federales –homicidio, terrorismo,
delitos contra la salud, violación, secuestro, asalto en carreteras, robo
calificado y acopio de armas, entre otros–, si bien establece otras formas de
reclusión, como la prisión domiciliaria y el internamiento por hora.
Es
innegable que la delincuencia juvenil constituye un problema de gran peligrosidad
social en el México contemporáneo, y que el Estado debe contar con instrumentos
jurídicos adecuados para hacer frente a ese flagelo. Pero la referida ley pasa
por alto que la existencia de menores infractores es consecuencia de un orden
social caracterizado por la pobreza, los rezagos sociales, el desempleo y las
carencias en materia de educación, salud, vivienda y cultura para la población
en general, y para los jóvenes en particular. En un entorno semejante, con la
consecuente falta de horizontes de desarrollo personal más allá de la economía
informal, la emigración y la delincuencia, es inevitable que ese sector de la
población sea particularmente propenso a ser reclutado por las agrupaciones
delictivas, y resulta desolador que las mismas instituciones que han sido
incapaces de proveer alternativas de supervivencia no tengan más respuesta a
dicha problemática que la criminalización, la persecución y el castigo.
Es
por demás criminal la estipulación legal de otorgar a los menores infractores
un trato judicial idéntico al de los adultos en los casos de delitos federales:
dicha disposición pasa por alto las diferencias que existen entre unos y otros
en materia de derechos políticos, niveles de responsabilidad y potencial de
rehabilitación, e implica una claudicación por parte del Estado de su
obligación a procurar la reinserción social de los adolescentes que violan la
ley.
En
el contexto de una sociedad que considera sospechosos por principio a los
jóvenes, sobre todo a los de escasos recursos, y con el telón de fondo de la
injusta circunstancia que enfrenta ese grupo poblacional a consecuencia de la
política económica vigente, la aprobación de la referida ley equivale, en la
medida en que no vaya acompañada de mecanismos para prevenir la delincuencia juvenil,
a un encarnizamiento del Estado en contra de ese sector de la población.
Dicha
circunstancia pone en perspectiva, el proceso de deshumanización por el que
atraviesan la justicia, la ley y las instituciones del Estado en nuestro país.
(Editorial
de La Jornada, 30/III/12).
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