En
México no están reconocidos los derechos de los pueblos indios. Habrá quien
diga que en el artículo 2 constitucional se reconoce su derecho a la autonomía
y a la libre determinación. Pero leyendo con cuidado y detalle toda la
redacción de sus diferentes párrafos, el reconocimiento no pasa de considerar a
las comunidades indígenas como entidades
de interés público.
Esto
significa que a los pueblos indígenas no se les reconoce como sujetos (de
derecho público) sino como objetos (de interés público). Por eso se colocó todo
lo que podría decirse de ellos en el artículo destinado al “desarrollo
regional, la escolaridad, la salud, sus normas tradicionales”, qué bonito. El
gatopardismo del Estado mexicano logró redactar (en la antirreforma indígena de
2001) un artículo 2 que parece reconocer algo, estableciendo los detallados
candados que lo vacían de contenido y eficacia.
Hoy,
a 16 años de la firma de los Acuerdos de San Andrés, a 16 años de su
incumplimiento, insistimos que no se trata de minucias de redacción sino de
visiones contrapuestas. Si los derechos indígenas no se basan en las
comunidades, ¿cómo hacer efectivos los derechos dizque reconocidos, si ni
siquiera hay un reconocimiento lejano de la idea de territorio y el sujeto
“pueblos indígenas” está tan desdibujado en todo ese artículo 2?
El reconocimiento de los derechos colectivos y la cultura indígenas sigue
pendiente. El gobierno y la clase política mexicana optaron por escamotearlo en
una “reforma” que senadores de los tres partidos principales aprobaron por
unanimidad y que fue ratificada con la mayoría de diputados priistas, panistas
y perredistas para convertirla en un texto sin contenido y pleno de candados.
Al
santificar una reforma que renegó de lo pactado en San Andrés, la clase
política dio una señal clarísima de lo que seguiría. No es sólo grave haber
negado el reconocimiento a los pueblos indígenas. Es igual de grave cerrar la
ventanilla del Estado y promover que sólo el papel de víctima miserable es aceptable como participación política de las comunidades
y pueblos indígenas. Porque la gente nunca aceptará el papel de víctima
miserable.
A
partir de 2001 los pueblos entendieron que su participación política, la
construcción, elaboración y tejido de su imaginario político en México, no
pasaba por el sistema político mexicano, ni por el Estado o el gobierno. Que
sólo quedaba el camino de la resistencia. Si bien no todos los pueblos y
comunidades han deslegitimado aún al gobierno, ya muchos lo hicieron.
Con
desprecio infinito el Estado mexicano le apostó a las transnacionales, y se fue
a fondo con las reformas estructurales, con el desmantelamiento jurídico
–pavimentando el camino para culminar el despojo de los territorios indígenas y
sus recursos naturales–.
Hay
quien dice que la reforma que los pueblos querían no se aprobó porque faltó la
fuerza popular para tal reivindicación. Habemos otros que afirmamos que no se
aprobó porque la fuerza convocada era tan enorme que de aprobarse habría
iniciado un proceso imparable de transformaciones y reformas, de impugnaciones
y frenos legales a un proyecto que suma, suma y suma devastaciones.
Sin esta tremenda traición de la clase política, y su acre desprecio a los
pueblos, no es posible entender el escenario actual de la autonomía en los
hechos que reivindican las comunidades (centralmente el EZLN y el Congreso
Nacional Indígena), ni la resistencia generalizada contra las invasiones de las
mineras, contra los megaproyectos (represas, trasvases de cuencas, ciudades
rurales, basura en proporciones gigantescas), contra el robo del agua y el
bosque, contra las llamadas “reservas de la biósfera”, los servicios
ambientales, y contra la criminalización de la custodia y el intercambio libre
de las semillas.
Hoy,
para entender quiénes son los pueblos y comunidades indígenas (y su
pertinencia), debemos reconocer que, como nadie, miran el panorama completo,
reconstruyen sus ámbitos siempre que pueden y, aun en el aislamiento y en el
abandono, están dispuestos a que la transformación sea para todo el país, y no
sólo para ellos.
(Texto de Ramón Vera Herrera, La Jornada, 11/II/12).
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