El
pasado 28 de enero, en Ciudad Sahagún, Hidalgo, un grupo de ex trabajadores de
la compañía Pacific International Development que intentó tomar las
instalaciones de una fábrica cerrada en febrero de 2003 fue recibido a balazos
por presuntos guardias de seguridad de la empresa, hecho que se saldó con un
muerto y seis heridos, dos de ellos de gravedad. Tal episodio se inscribe en
una cadena de expresiones de inconformidad y descontento social que se ha
expresado en las últimas horas de diversas maneras: al desasosiego de sectores
productivos del país, una porción de los cuales se manifestó el un día después
en la capital mexicana en contra de la política antilaboral del gobierno, se
suma el repudio de organizaciones sociales y poblaciones enteras por los abusos
en las tarifas de la Comisión Federal de Electricidad, así como la resistencia
de grupos indígenas como los triquis de San Juan Copala, en Oaxaca, o los
comuneros de Cherán, en Michoacán, acosados por
agrupaciones paramilitares afines al
gobierno estatal y por grupos armados coludidos con talamontes,
respectivamente.
El
común denominador de la inconformidad es un estancamiento, si no es que un
retroceso, en el cumplimiento de derechos políticos y sociales básicos de la
población, que lo mismo afecta a asalariados y sindicatos, a pueblos indígenas,
a ambientalistas, a activistas y defensores de derechos humanos, y a millones
de ciudadanos que enfrentan abusos de diverso tipo por parte de la autoridad.
Tal deterioro no es coyuntural, sino que se ha profundizado en las últimas dos
décadas a la par de un doble proceso: por un lado, el avance de un modelo
económico depredador y nocivo para la vigencia de los derechos básicos de la
población –toda vez que antepone el interés particular por sobre el general– y,
por el otro, la persistencia, a más de una década del cambio de partido en el
poder federal, de algunos de los rasgos represivos, autoritarios y
antidemocráticos que caracterizaron a los regímenes priistas.
En
el contexto de un país recorrido por la injusticia social, en donde la mitad de
la población no cuenta con recursos suficientes para cubrir sus necesidades
básicas de vestido, vivienda, salud y educación; frente a la demostración
cotidiana de que el inveterado sistema de cacicazgos y de liderazgos estatales
y sindicales charros está intacto; ante la evidencia de una
administración pública caracterizada por la corrupción y la impunidad en sus
filas; y en general, frente a un régimen que no muestra el menor interés por la
vigencia de los derechos humanos y, al contrario, tolera los abusos, excesos y
atropellos cometidos por servidores públicos y por poderes fácticos, lo extraño
no es que afloren en el país barruntos de estallido social, sino que éstos aún
no se hayan agudizado y extendido en forma generalizada.
La
perspectiva es desoladora, pues no parece haber atención –y mucho menos acción–
de la clase política ante esta suma de descontentos: no la hay, ciertamente,
por parte del gobierno federal, que ha hecho del combate a la delincuencia su
tema casi único, pero tampoco parece haberla en el discurso de los candidatos a
la Presidencia.
(Editorial
de La Jornada, 29/I/12).
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