domingo, 11 de marzo de 2012

EDITORIAL: Penales: triunfo de la barbarie




Tragedias como la ocurrida el 19 de febrero en el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Apodaca, Nuevo León, donde por lo menos 44 internos murieron en una riña, ocurren con frecuencia creciente. En las cárceles de Nuevo León y Tamaulipas han tenido lugar, en menos de un año, cinco rupturas graves del orden, además de la ocurrida ese día: en mayo de 2011 murieron 14 presos y otros 35 resultaron heridos en un incendio en el mismo penal de Apodaca; dos meses más tarde hubo un enfrentamiento en una prisión de Nuevo Laredo, con saldo de siete muertos y 59 fugados; en octubre, una reyerta entre mafias rivales dejó siete reos muertos en la cárcel de Cadereyta; dos días después, 20 internos murieron en una riña en el penal de Matamoros y otros 12 resultaron lesionados. El mes pasado, en la cárcel de Altamira, tuvo lugar un enfrentamiento que dejó 31 muertos y 13 lesionados.
Riñas, motines y fugas se extienden por las cárceles del país en una pauta incontrolable y dejan al descubierto la pérdida de dominio gubernamental en un ámbito crucial para la aplicación del estado de derecho como es el penitenciario, y las redes de corrupción recorren los distintos niveles de la administración pública hasta culminar en el que debiera ser el eslabón más fuerte del poder público y que termina siendo, paradójicamente, el más débil.
Un factor desencadenante de masacres como la que se comenta es la venalidad en las cadenas de mando, las cuales permiten, alientan y promueven la ruptura de la disciplina carcelaria, la circulación de armas y drogas en las prisiones, así como la explotación laboral, comercial y sexual de los internos. Los penales se han vuelto espacios de atropello, linchamiento y lucro con la miseria humana, en los que todo derecho y todo servicio quedan condicionados al pago de cuotas, ya sea para las autoridades penales formales, para las mafias que suelen detentar el control real o para ambas.
A ello debe agregarse la paulatina claudicación en la defensa del sistema penal mexicano. Si éste fue construido sobre el paradigma de la rehabilitación, ha ido sucumbiendo ante actitudes de revancha social y desprecio a los derechos de los delincuentes y presuntos delincuentes, actitudes que encuentran asideros en el discurso oficial corriente, promotor de la confrontación violenta de la delincuencia.
Autoridades y diversos sectores sociales llegan, de esta forma, a un consenso implícito que parte de la desensibilización social hacia los presos, en tanto seres humanos, y acaba por aceptar como lógicas y naturales, si no es que deseables, las condiciones infernales de hacinamiento, insalubridad, mala alimentación y, en general, despojo  de  la dignidad que  se abaten sobre los internos en los centros de reclusión.
De esta manera, los reclusos –tanto los jurídicamente culpables como quienes están sujetos a proceso– acaban por ser el sector más desprotegido de las sociedades, incluso por debajo de minorías étnicas, religiosas, sexuales y culturales.
(Editorial de La Jornada, 20/II/12).

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