Tragedias
como la ocurrida el 19 de febrero en el Centro de Readaptación Social (Cereso)
de Apodaca, Nuevo León, donde por lo menos 44 internos murieron en una riña,
ocurren con frecuencia creciente. En las cárceles de Nuevo León y Tamaulipas
han tenido lugar, en menos de un año, cinco rupturas graves del orden, además
de la ocurrida ese día: en mayo de 2011 murieron 14 presos y otros 35
resultaron heridos en un incendio en el mismo penal de Apodaca; dos meses más
tarde hubo un enfrentamiento en una prisión de Nuevo Laredo, con saldo de siete
muertos y 59 fugados; en octubre, una reyerta entre mafias rivales dejó siete
reos muertos en la cárcel de Cadereyta; dos días después, 20 internos murieron
en una riña en el penal de Matamoros y otros 12 resultaron lesionados. El mes
pasado, en la cárcel de Altamira, tuvo lugar un enfrentamiento que dejó 31
muertos y 13 lesionados.
Riñas,
motines y fugas se extienden por las cárceles del país en una pauta
incontrolable y dejan al descubierto la pérdida de dominio gubernamental en un
ámbito crucial para la aplicación del estado de derecho como es el
penitenciario, y las redes de corrupción recorren los distintos niveles de la
administración pública hasta culminar en el que debiera ser el eslabón más
fuerte del poder público y que termina siendo, paradójicamente, el más débil.
Un
factor desencadenante de masacres como la que se comenta es la venalidad en las
cadenas de mando, las cuales permiten, alientan y promueven la ruptura de la
disciplina carcelaria, la circulación de armas y drogas en las prisiones, así
como la explotación laboral, comercial y sexual de los internos. Los penales se
han vuelto espacios de atropello, linchamiento y lucro con la miseria humana,
en los que todo derecho y todo servicio quedan condicionados al pago de cuotas,
ya sea para las autoridades penales formales, para las mafias que suelen
detentar el control real o para ambas.
A
ello debe agregarse la paulatina claudicación en la defensa del sistema penal
mexicano. Si éste fue construido sobre el paradigma de la rehabilitación, ha
ido sucumbiendo ante actitudes de revancha social y desprecio a los derechos de
los delincuentes y presuntos delincuentes, actitudes que encuentran asideros en
el discurso oficial corriente, promotor de la confrontación violenta de la
delincuencia.
Autoridades
y diversos sectores sociales llegan, de esta forma, a un consenso implícito que
parte de la desensibilización social hacia los presos, en tanto seres humanos,
y acaba por aceptar como lógicas y naturales, si no es que deseables, las
condiciones infernales de hacinamiento, insalubridad, mala alimentación y, en
general, despojo de la dignidad que se abaten sobre los internos en los centros
de reclusión.
De
esta manera, los reclusos –tanto los jurídicamente culpables como quienes están
sujetos a proceso– acaban por ser el sector más desprotegido de las sociedades,
incluso por debajo de minorías étnicas, religiosas, sexuales y culturales.
(Editorial
de La Jornada, 20/II/12).
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