La
guerra sucia desatada por los
regímenes de Luis Echeverría y José López Portillo contra movimientos de
oposición, tanto armados como pacíficos, tuvo un ejecutor principalísimo en
Miguel Nazar Haro, ex jefe de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y
fundador de la tristemente célebre Brigada Blanca, el ex policía fallecido la
noche del pasado 26 de enero en su domicilio a consecuencia de un “coma
depresivo”.
Nazar
Haro fue señalado como torturador, ligado a asesinatos políticos y vinculado a
episodios de desapariciones forzadas, como la de Jesús Piedra Ibarra –ocurrida
en Monterrey en la década de los 70–. Representó una de las caras más visibles
y emblemáticas de la bárbara e ilegal estrategia represiva que se cebó, en
aquellos años, en contra de integrantes de grupos armados, pero también de
opositores pacíficos, sindicalistas, estudiantes, activistas sociales,
intelectuales y académicos, e incluso de ciudadanos que no tenían filiación ni
militancia política.
Como
en muchos otros ámbitos de su quehacer político, la pasada administración
federal tuvo la oportunidad de marcar un punto de inflexión respecto de sus
antecesoras mediante la investigación y sanción de los crímenes cometidos por
el ex director de la DFS, y tal perspectiva pareció cobrar forma con la
creación, en 2001, de la desaparecida Fiscalía Especial para Movimientos
Sociales y Políticos del Pasado. Sin embargo, más allá de una incriminación en
la desaparición de seis miembros de la Brigada Campesina de Los Lacandones
–cargo del que fue absuelto en septiembre de 2006–, y de un fugaz paso en 2004
por el penal de Topo Chico, en Monterrey –que se saldó con el beneficio de la
prisión domiciliaria para el inculpado–, Nazar logró evadir sistemáticamente la
acción de la justicia y permaneció impune hasta el día de su muerte, al igual
que ha ocurrido con otros protagonistas de la guerra sucia, como el policía Luis de la Barreda Moreno, el general
Francisco Quiroz Hermosillo y el ex presidente José López Portillo.
La
muerte de Nazar Haro, lejos de traer alivio a los deudos de las víctimas de la guerra sucia y a la sociedad en su
conjunto, constituye un factor de agravio adicional y una instancia de la
impunidad proverbial que ha caracterizado a la mayoría de los responsables por
atropellos contra los derechos humanos, por las desapariciones, los asesinatos
y las torturas cometidos en una de las etapas más oscuras y bárbaras de la
historia nacional.
(Editorial
de La Jornada, 28/I/12).
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