domingo, 1 de abril de 2012

VENTANAS: Cuba en los “Espejos” de Galeano





Martí
Paseaban el padre y el hijo por las calles floridas de La Habana, cuando se cruzaron con un señor flaquito, calvo, que caminaba como si estuviera llegando tarde.
Y el padre advirtió al hijo: -Ojo con ése. Es blanco por fuera, pero por dentro es negro. El hijo, Fernando Ortiz, tenía catorce años.
Tiempo después, Fernando iba a ser el hombre que supo rescatar, contra siglos de negación racista, las ocultas raíces negras de la cubanía.
Y aquel peligroso señor, el flaquito, el calvo, el que caminaba como si estuviera llegando tarde, se llamaba José Martí. Era hijo de españoles el más cubano de los cubanos, el que denunció:
-Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España.
Y repudió la falsa erudición llamada Civilización, y exigió: -Basta de togas y de charreteras, y comprobó: -Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.
Poco después de aquel cruce en La Habana, Martí se echó al monte. Y estaba peleando por Cuba cuando, en plena batalla, una bala española lo volteó del caballo.

Fundación de Cuba
Revolución, revelación: los negros entraban en las playas, antes prohibidas para quienes teñían el agua, y todas las Cubas que Cuba escondía estallaban a plena luz.
Sierra adentro, Cuba adentro, niños que nunca habían visto cine se hacían amigos de Carlitos Chaplin, y los alfabetízadores llevaban letras a perdidos lugares donde esas cosas raras no llegaban ni de visita.
En pleno ataque de locura tropical, la Orquesta Sinfónica Nacional viajaba completa, con Beethoven y todo, hacia pueblitos caídos del mapa, y los eufóricos lugareños garabateaban carteles de invitación:
-¡A bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional!
Andaba yo por el oriente, allá donde los caracolitos de colores caen en lluvia desde los árboles y las montañas azules de Haití asoman en el horizonte.
En algún camino de tierra, me crucé con una pareja. Ella venía a lomo de burro, bajo un paraguas que la defendía del sol. Él, a pie. Los dos vestidos de fiesta, reina y rey de esos para- jes, invulnerables al tiempo y al barro: ni una arruga, ni una manchita perturbaban la blancura de esas ropas que habían estado esperando años o siglos, desde el día de la boda, en el fondo de algún armario.
Les pregunté adónde iban. Contestó él:
-Nos vamos a La Habana. Al cabaret Tropicana. Tenemos entradas para el sábado.
Y se palpó el bolsillo, confirmando.
(Eduardo Galeano, cubadebate, 17/I/12).


No hay comentarios:

Publicar un comentario