Martí
Paseaban
el padre y el hijo por las calles floridas de La Habana, cuando se cruzaron con
un señor flaquito, calvo, que caminaba como si estuviera llegando tarde.
Y
el padre advirtió al hijo: -Ojo con ése. Es blanco por fuera, pero por dentro
es negro. El hijo, Fernando Ortiz, tenía catorce años.
Tiempo
después, Fernando iba a ser el hombre que supo rescatar, contra siglos de
negación racista, las ocultas raíces negras de la cubanía.
Y
aquel peligroso señor, el flaquito, el calvo, el que caminaba como si estuviera
llegando tarde, se llamaba José Martí. Era hijo de españoles el más cubano de
los cubanos, el que denunció:
-Éramos
una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el
chaquetón de Norteamérica y la montera de España.
Y
repudió la falsa erudición llamada Civilización, y exigió: -Basta de togas y de
charreteras, y comprobó: -Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.
Poco
después de aquel cruce en La Habana, Martí se echó al monte. Y estaba peleando
por Cuba cuando, en plena batalla, una bala española lo volteó del caballo.
Fundación
de Cuba
Revolución,
revelación: los negros entraban en las playas, antes prohibidas para quienes
teñían el agua, y todas las Cubas que Cuba escondía estallaban a plena luz.
Sierra
adentro, Cuba adentro, niños que nunca habían visto cine se hacían amigos de
Carlitos Chaplin, y los alfabetízadores llevaban letras a perdidos lugares
donde esas cosas raras no llegaban ni de visita.
En
pleno ataque de locura tropical, la Orquesta Sinfónica Nacional viajaba
completa, con Beethoven y todo, hacia pueblitos caídos del mapa, y los
eufóricos lugareños garabateaban carteles de invitación:
-¡A
bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional!
Andaba
yo por el oriente, allá donde los caracolitos de colores caen en lluvia desde
los árboles y las montañas azules de Haití asoman en el horizonte.
En
algún camino de tierra, me crucé con una pareja. Ella venía a lomo de burro,
bajo un paraguas que la defendía del sol. Él, a pie. Los dos vestidos de
fiesta, reina y rey de esos para- jes, invulnerables al tiempo y al barro: ni
una arruga, ni una manchita perturbaban la blancura de esas ropas que habían
estado esperando años o siglos, desde el día de la boda, en el fondo de algún
armario.
Les
pregunté adónde iban. Contestó él:
-Nos
vamos a La Habana. Al cabaret Tropicana. Tenemos entradas para el sábado.
Y
se palpó el bolsillo, confirmando.
(Eduardo Galeano, cubadebate, 17/I/12).
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