Al
conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, los más altos funcionarios del
país y la clase política en general recurrieron a los formulismos tradicionales
para elogiar a las mujeres y expresar indignación por la discriminación de
género, la violencia y la opresión que aún padecen millones de mexicanas.
Felipe Calderón, por ejemplo, encomió, en Chiapas, la fuerza transformadora del
futuro del país” que poseen las mujeres y opinó que mientras no haya equidad de
género no habrá democracia.
En
realidad, la circunstancia de desigualdad y de peligro que padecen las
mexicanas no sólo invalida la pretensión de normalidad democrática de que hacen
alarde los gobernantes de los tres niveles, sino también del pregonado estado
de derecho en el país. Para no ir más lejos, basta señalar la inequidad
salarial que afecta al género femenino –al que pertenece la mayoría de la
fuerza laboral– y que contraviene diversos ordenamientos constitucionales y
legales; el hecho de que la gran mayoría de quienes realizan trabajos no
remunerados sean mujeres, o el pavoroso incremento de los feminicidios en
diversas entidades de la República, empezando por el estado de México y
Chihuahua.
Los
propósitos “feministas” que expresan los gobernantes de manera ritual cada 8 de
marzo suenan huecos y demagógicos porque son ellos, precisamente, quienes
tienen a cargo el cumplimiento de las normativas legales orientadas a erradicar
la desigualdad de género y la violencia contra las mujeres en todas sus
expresiones.
Para
tener una idea de la irresponsabilidad gubernamental es pertinente recordar que
los feminicidios en Ciudad Juárez han sido un escándalo internacional desde
hace más de 15 años, y que en ese lapso han nacido, crecido y muerto nuevas
víctimas de este delito, sin que las autoridades municipales, estatales y
federales hayan tenido la capacidad o la voluntad para controlarlo.
Por
el contrario, en ese periodo, y con particular agudeza en el pasado lustro, la
violencia de género ha sido desplazada de la atención pública por otra
violencia, mucho más generalizada, producida por la confrontación entre las
fuerzas públicas y diversos grupos delictivos, en el marco de la estrategia de
seguridad impuesta por la administración calderonista.
Esa
nueva violencia se ha cebado por igual contra hombres y mujeres, pero, así como
ha llevado la barbarie más allá de todo límite, ha creado condiciones para una
profundización de la saña, la crueldad y la barbarie de las agresiones que se
perpetran específicamente por causas de género.
Si
bien las mujeres de cualquier condición económica y social están más expuestas
que los hombres a la discriminación, la opresión y la agresión, las víctimas de
tales actos se ubican principalmente en los sectores de menores recursos, y
ello ocurre por una razón simple: resulta más probable la impunidad para los
agresores si la agredida es una trabajadora de un sector urbano marginado o
habitante de una comunidad agraria que si pertenece a las clases media o alta.
Ante
los hechos arriba expuestos, los discursos oficiales y los actos de propaganda
partidista con motivo del 8 de marzo no sólo no atenúan, sino profundizan los
agravios que el Estado mexicano tolera o comete contra ese 51.2% de la
población al que se describe como “la mitad del cielo”, por más que la
condición de mujer en el México contemporáneo siga siendo, para muchas, un
infierno.
(Editorial
de La Jornada, 9/III/12).
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