El
siguiente texto es de la autoría de Andrés Devesa, y fue tomado del sitio rebelión.org (15/VI/06).
Benedicto
XVI:
Te
escribo desde la atalaya del desencanto para exponerte mis razones, las razones
que me lle van a acudir a ti, en mi desesperación, como último recurso.
Oficialmente
pertenezco a tu rebaño, aunque personalmente nunca me ha interesado formar
parte de ninguno. Oficialmente soy católico, pero realmente nunca lo he sido.
Soy consciente de que lo real y lo aparente a menudo están en contradicción en
este mundo en el que vivimos –qué te voy a contar que tú no sepas–, pero siendo
este un hecho que afecta tan directamente a mi persona, a mi forma de vida, a
mis pensamientos e ideas, a mi dignidad como ser humano, no tengo por menos que
indignarme.
Poco
después de asomar por primera vez la cabeza al mundo, hace ya unos cuantos
años, mis padres, sin contar conmigo y sin pensar en mí, atendiendo sólo a
razones que no logro entender, decidieron bautizarme. La opinión que pudiese
tener yo al cabo de los años, pareció no importarles. No se los recrimino,
simplemente se dejaron llevar por una tradición secular.
Estoy
bautizado, por lo que para la Iglesia soy un católico más, pero se da la
circunstancia de que yo no me siento católico, nunca me he sentido como tal. No
creo en tu dios ni en ningún otro. El único dios al que respondo soy yo mismo.
Por si fuera poco, mi forma de vida está muy alejada de las normas de conducta
que dicta tu Iglesia –no entraré en detalles porque mi vida es sólo mía y de
quienes me rodean–. No creo en tu moral farisea, creo en el amor y en la
libertad más allá de las reglas absurdas que tratas de imponer, no sólo a
quienes se declaran cristianos, sino –lo que es más grave– a todos los seres
humanos. A eso creo que se le llama totalitarismo, algo de lo que dicen las
malas lenguas tú sabes mucho.
Son
muchas las razones por las que no quiero seguir formando parte, aunque sólo sea
nominalmente, de tu Iglesia, pero todos los intentos para dejar de pertenecer a
la misma han sido infructuosos. He tratado de apostatar por diversos medios,
pero jamás he recibido ni tan siquiera una contestación. Si yo formase parte de
alguna organización y uno de sus miembros manifestase su intención de darse de
baja porque disiente de la misma, no dudaría en hacer todo lo posible para que
esa persona pudiese hacerlo, por su bien y por el de la propia organización.
Parece lógico, ¿no? Entonces, ¿por qué ese interés en que yo siga perteneciendo
a la Iglesia a pesar de que me manifiesto públicamente en contra de la misma y
reniego de todos sus dogmas? Creo haber encontrado una respuesta.
Siglos
atrás, a la gente que pensaba y actuaba como yo se la quemaba en una hoguera en
el centro de alguna plaza para dar ejemplo a las masas. Y no hace muchos años,
en España, me hubiesen pegado un tiro en la nuca y me hubiesen arrojado a una
fosa por pensar lo que pienso y atreverme a expresarlo en público. Los tiempos
cambian, afortunadamente. Hoy puedo criticar todo lo que quiera a la Iglesia,
nadie me lo impide, pero no puedo abandonar su seno. ¿Por qué? Ustedes han
descubierto que en una época de retroceso de la influencia y poder de la Iglesia
es mucho más útil mantenernos en su seno, aún a costa de nuestra voluntad.
La
Iglesia se apoya en las cifras que hablan de los millones de católicos que hay
en cada país –de personas bautizadas deberíamos decir– para tratar de conservar
una situación privilegiada en relación con el Poder, seguir imponiendo sus
ideas a toda la sociedad y, sobre todo, continuar recibiendo dinero del Estado,
como en España. Esas son las razones por las que es útil que gente como yo –y
son muchas las personas que se ven en mi caso– siga perteneciendo a la Iglesia,
aunque pensemos y actuemos de forma radicalmente distinta a los preceptos de la
misma. La moralidad nunca ha sido el fuerte de la Iglesia Católica. Es mejor
mantener a todas estas personas en el seno de la Iglesia que dejar que la
abandonen y perder una fuerza numérica considerable. De ahí las trabas para
conseguir apostatar. Una estrategia muy inteligente, pero bastante rastrera en
mi opinión. La libertad de elección y de acción siempre ha chocado con los intereses
de la Iglesia.
Te
escribo a ti, Benedicto, porque sé que tú puedes si no ayudarme, al menos
comprenderme. Sé que tú también formaste parte en tu juventud de una
organización que, con buen criterio, finalmente abandonaste. No se puede decir
que sean casos iguales porque a mí nadie me dio a elegir, mientras que tú sí
pudiste elegir. Decidiste unirte a esa organización con todas sus
consecuencias, pero después las circunstancias o tus ideas cambiaron y dejaste
de pertenecer a la misma. Me alegro de que así fuese. Por ello te escribo, tú
puedes comprenderme, puedes entender que no quiera seguir formando parte de la
organización que diriges.
Apelo
a ti como último recurso. Como máximo representante de la Iglesia tú puedes
concederme lo que pido. Te exhorto públicamente a que atiendas mi demanda.
Quiero dejar de pertenecer a la Iglesia católica. Lo dejo en tus manos.
Pero
como mi fe en lo relativo a la dignidad de la Iglesia es muy pequeña temo que
mi llamada no obtenga respuesta. En ese caso, sé que existe un atajo para
conseguir lo que pido: la excomunión. Pero creo que este atajo resultaría
desagradable tanto para la Iglesia como para mí. No me gustaría tener que
recurrir a esa estrategia, pero la paciencia tiene un límite y hace ya tiempo
que fue rebasado. Cuidado, porque sabemos odiar tan intensamente como amamos…
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