El 29 de septiembre, por segunda vez en menos de 48 horas, la vocera gubernamental Alejandra Sota rechazó la existencia de agrupaciones paramilitares en el país. A raíz de la ejecución de 35 personas en Boca del Río, reivindicada por un grupo autodenominado Los Matazetas, dijo que los indicios que tiene el gobierno federal no apuntan en esa dirección. La realidad la contradice. Existen múltiples evidencias sobre diversas modalidades de paramilitarismo en México. Además, la irrupción de escuadrones de la muerte y grupos de exterminio o limpieza social no es de ahora ni tiene epicentro en Veracruz. Tampoco son el único indicador del terrorismo de Estado instaurado por Felipe Calderón a partir de 2007, cuando comenzó la última fase de un proceso de militarización que busca imponer un nuevo tipo de Estado policial, autoritario y clasista.
Encubierto por una amplia campaña de intoxicación propagandística estelarizada por Felipe Calderón, el paramilitarismo cobró amplia visibilidad en 2009 en el marco de sendas operaciones conjuntas de las fuerzas armadas y las distintas policías (federal, estatal y municipal) en varias regiones del país. En la coyuntura, la retórica de Los Matazetas dice respetar al Poder Ejecutivo, al Ejército y la Marina y velar por el patrimonio de los mexicanos. La aparatosa operación en Boca del Río no es creíble sin protección oficial. La Marina tiene tropas de élite aerotransportadas que habrían podido llegar al lugar en minutos; es inexplicable que no lo hicieran.
El paramilitarismo forma parte de la institucionalización del orden autoritario. Su función es exterminar opositores y/o a la escoria social –a los mugrosos, externaron Los Matazetas– y paralizar al movimiento de masas por el terror, conservando al mismo tiempo las formas legales y representativas caducas, al hacer clandestina la represión estatal. La estética de la discriminación es parte de la estrategia paramilitar, que no se trata simplemente de un proyecto armado de guerra sucia, sino de la consolidación de un modelo de sociedad. Ante la mirada cómplice de muchos –incluidos empresarios, políticos, parlamentarios y miembros del Poder Judicial– y la pasividad de las mayorías, los cuerpos seccionados, degollados, lacerados con sevicia, colgados de los puentes, buscan garantizar la eficacia simbólica del mensaje enviado al colectivo social: la alteración del cuerpo del enemigo, en función del sometimiento de la población civil al control y la subordinación, a través del miedo, como principio operativo.
El paramilitarismo no es un actor independiente, a la manera de una tercera fuerza que actúa con autonomía propia. A partir de la experiencia histórica podría conjeturarse que la actual guerra sucia está en manos de una élite criminal, que agrupa a miembros de los servicios de inteligencia, militar y policial, bajo el mando de jefes de zona institucionales, que practican un desdoblamiento funcional.
El Informe Sábato (1983) sobre el caso argentino alude a la nocturnidad como una característica del momento de la detención-desaparición, y revela que mientras algunos oficiales y suboficiales dormían en sus domicilios o en los casinos militares, la tropa lo hacía en las cuadras y las patotas salían a operar, secuestrar y saquear (botín de guerra), tabicando a las víctimas. En el piso o cajuela de los Falcon sin placas, los prisioneros ingresaban luego a las tumbas (los centros clandestinos de detención). Con el nuevo día, todos recuperaban su rostro angelical, disponiendo en sus unidades el patrullaje en las zonas urbanas y el control de rutas.
(Texto de Carlos Fazio, La Jornada, 3/X/11).
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