La gente no tiene un pelo de tonta. Pero sabemos que el ser humano es, en conjunto y filosóficamente, un necio. Una de las cosas que se le ocurrió para organizarse como colectividad es, la democracia inorgánica: unos pocos se postulan para gobernar en cada estado y en cada pueblo, y decenas de miles eligen a unos cuantos aunque nada saben sobre ellos a priori; es decir, sobre su rectitud y su virtud; esto es, de su sentido y predisposición al llamado “bien común”, que es el bien de todos jurídica, moral y políticamente hablando. En tales condiciones todo se resuelve eligiendo a unos representantes. Al principio nadie sabe cómo va a resultar el experimento. Pero poco a poco la ciudadanía va descubriendo la ralea de aquellos que se ofrecieron para pastorearla. Y llega un momento en que la ciudadanía se da cuenta de que para que su sociedad funcione y se resuelvan los problemas que en buena medida ocasionan los propios políticos, las policías, la justicia y los medios que los divulgan y generan ellos mismos, ha de elegir entre poco sinvergüenzas, razonablemente sinvergüenzas y muy sinvergüenzas, pero todos sin remisión sinvergüenzas, mentirosos y trapaceros en uno u otro grado. Los que se dan cuenta de la trampa a medida que pasan las administraciones públicas, van abandonando el barco de la “cosa pública” y dejan de votar. Así, con la abstención o votando sin criterio, se van reduciendo cada vez más las posibilidades de que en la política se encuentre uno con gente honesta con sentido de servicio a la comunidad. El proceso se acelera hasta quedar toda ella en manos de bribones. Así es como la democracia inorgánica se va desvelando como lo que es: un mecanismo puesto al servicio de los poderosos entre los que figuran en mayoría los oligarcas. Así, el pueblo, la ciudadanía, el grueso de la colectividad quedan descolgados del reparto del bienestar material, del respeto de aquellos, del llamado bien común y del interés por la política. En la democracia inorgánica las insidias, la corrupción, la malversación, el cohecho y los abusos de poder sin límites irán a más; la fatiga y el desinterés por la política se irán apoderando de las grandes masas de población. Lo que a su vez facilitará la llegada de aquellos y aquellas que, haciéndose pasar por políticos o sin simularlo, se declaran como los mejores arribistas, ventajistas, ladrones y criminales a sueldo de caciques y oligarcas. Pero por otro lado, en el reverso de la medalla, hay vidas que transcurren limpiamente. Sin muchas pretensiones. Tan sólo, limpiamente. Se trata de gente honesta. Gente buena. Trabajadores. Decentes. Que quieren seguir con esperanzas. Pero sin olvidos. Normales. Y se sabe, lo normal, en estos lares, siempre es escaso. Pero los pueblos son honestos. Conocen sus necesidades y luchan. Conoce de traiciones y desespera. Conoce sus límites. Y se limita. Sin reprimirse. También sabe que se equivoca. Se informa. Se aclara. Empieza de nuevo. La lucha es de todos los días. Hay muchos, que por lo general, viven pidiendo disculpas. Y muchos otros, que por tanta decencia, los bribones, los toman por sonsos. Muchas veces creen que son sumisos. Intentan utilizarlos. Que son dóciles y pasivos. Intentan movilizarlos. Intentan masificarlos. Claro, los sinvergüenzas nunca son honestos, sus disculpas, cuando lo hacen, son falsas. Se creen, se sienten, se reconocen y actúan como insuperables. Y hay quienes les creen. Tales sinvergüenzas llegan a sentirse imprescindibles. La gente que es pueblo no deja de mirar. Mira sin entender. Simplemente, mira. ¿Podrán decir lo que entienden? ¿Podrán decir lo que piensan? ¿Tendrán libertad para decirlo? Miran en silencio. Pocas veces hacen sentir su peso. Siempre se han callado. Entonces, en tiempos de turbulencias, como los actuales, los sinvergüenzas, los vivillos, y otras yerbas, creen que más que prudente el pueblo es idiota. Y los toman por idiotas. Los atropellan. Y por supuesto, les ponen precio. Los cotiza. Hay para ellos una bolsa de valores. En la soberbia del necio, el ramplón se cree insuperable. Quizás allí nace el arrogante. El déspota. El insoportable. El implacable. El mandón de turno. El servil de su jefe. ¡Ah, los serviles que pululan sobre la cabellera y barba del príncipe! Jorobados de tanta genuflexión, agradecidos por sus salarios a base de zalamerías. El servil es el verdugo del pobre, del subalterno que sólo tiene su fuerza de trabajo. Y de esa calaña están llenas las oficinas de las distintas direcciones de la administración pública. Con vinculación y verborrea. Con cargo, en camiseta o corbata. Con influencia y cara dura, el servil pretende llegar lejos…hasta donde lo deje “su jefe”. El asunto es trepar…hasta donde lo deje… “el jefe”. Los vivillos, los bribones, cotizan hasta las disculpas. Son los deshonestos. Son los miserables. Esos no son ni tontos, ni sumisos. Son, los sinvergüenzas. Generalmente no tienen límites. Menos ideología. En la subasta entregan hasta a la madre. Tienen el precio de la precariedad. De la urgencia. De su necesidad. Es un precio vil. El que le pagan. En los barrios a eso le llaman “lamer suelas” y arrasan con todo. Con las conciencias. La propia, no la tuvieron nunca. La ajena, no les importa nada. De ellos, Carlos Marx y Víctor Hugo, desde diferentes disciplinas, se ocuparon bastante. Uno durante su vida entera. Digna vida. Su capacidad analítica. Su ciencia. Su extraordinaria y cada día más cruelmente demostrada teoría económica. Donde el capital le roba la sangre y la vida al hombre que vive de su trabajo y de su esfuerzo cotidiano. El otro con la literatura y el teatro. La historia de hombres y mujeres, en las luchas por la liberación, la igualdad. La dignidad humana. Contra la mezquindad y la explotación. El sometimiento de unos, contra los otros. De pobres y de ricos. De ilustrados y analfabetos. De iguales y menos iguales. Luchas conmovedoras de pueblos enteros explotados hasta el exterminio o la indignidad del hambre y de la muerte. Por la fuerza y el capital. Los que parecen no haber entendido a Carlos Marx, ni buscan hacerlo, ni les interesa, son los que corren las fronteras ideológicas. Los que acompañan especulativamente la miseria de la clase obrera. Sólo para la obtención especulativa de réditos políticos. De canonjías. De transas. Rufianes del futuro.
(Basado en Jaime Richart, argenpress, 23/XI/09; Elisa Rando, argenpress, 18/VII/08).
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