Hoy por hoy nuestra patria,/ con todos sus colores desteñidos.
es tan campo minado por el infortunio,/ tan infierno nuestro de todos los días,
que la poesía,/ capaz no sólo de asaltar/ a la belleza para robarle
sus secretos,/ sino de cantar al dolor,/ decir de la llaga,
ser cronista de la asfixiante y vieja forma
en que las flores saben marchitarse,
en fin, salir de su funda para soltar al delincuente
y sus cómplices de arriba,/ su ráfaga de salvajes aullidos
de denuncia,/ se ve forzada de pronto a callar,
a morderse la lengua,/ a amurallar el grito,
a decirse ¿dónde diablos pongo/ este escándalo que se instala en mi pecho,
este cementerio en llamas/ que cargo a la espalda?
Un poeta, un verdadero poeta que enmudece/ es en la patria de hoy una tragedia,
algo que amerita/ poner las banderas a media asta.
¿Por qué, Javier, se han muerto entre tus labios/ los gorriones? ¿Por qué le has roto
a todos tus lápices la punta?
No me respondas. Sé lo que te ocurre.
Si a un poeta/ le dejan anegados los ojos
de lágrimas de sangre,/ lo crucifican en la impotencia,
porque dejan a un hijo/ convertido en memoria,
no puede sorprendernos/ que arroje su lira al polvo,
esconda sus palabras debajo de su lengua/ y ponga enloquecido a su silencio
a tocar a dos manos los timbales.
No puede sorprendernos.
Al principio, poeta, yo quise, como tú,/ tapiarme la boca con un puño.
Decir, contigo: estoy hasta la madre,/ no volveré a escribir
ni el poema atolondrado de una sílaba.
Pero después pensé/ que muchos no sabemos callar,
que poemas nos salen hasta por los codos,
que más bien queremos vomitar abecedarios/ aullar a voz en cuello.
Pero tal vez tu estruendo sin vocablos,/ tu fanfarria de palabras sin rostro,
logre más, en el caos que nos tiene/ hasta desordenadas las entrañas,
que el conjunto de poetas aullantes/ que siempre hemos creído, pobres tontos,
que la enfermedad de la sordera/ sólo podrá aliviarse con el grito.
(Texto de Enrique González Rojo Arthur, La Jornada, 12/V/11).
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