Documentos conservados en los archivos del Vaticano y hasta ahora mantenidos en secreto demuestran que desde 1956 la jerarquía católica encabezada por el Papa en turno protegió a Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo, pese a las numerosas denuncias que lo señalaban como pederasta, adicto a las drogas y corruptor de las estructuras eclesiásticas.
Benedicto XVI es consciente de que elevar al polaco a los altares supone afianzar la línea dura que representaba la figura de Wojtyla y que, a la postre, también es la suya. El ideario conservador de Juan Pablo II era bien conocido por las personas ajenas a la Iglesia, quienes lo identificaban con posturas retrógradas en temas como el aborto, el divorcio, la eutanasia y la libertad sexual, entre otros. De hecho, hubo un elemento que ensanchó la grieta entre la sociedad y la Iglesia hasta un punto cercano a lo irreconciliable: su postura sobre el uso del preservativo. La aparición del sida estalló en las manos de Wojtyla a inicios de los 80 y él ni se inmutó. Cuando el virus le obligó a elegir entre las personas o la doctrina religiosa, optó por la segunda, respaldado por quien ahora es su sucesor y, entonces, máximo responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Y lo inaudito: la sangre del papa polaco convertida en reliquia, algo que como se puede entender en este siglo tan aparentemente tecnológico es una vuelta por el túnel del tiempo a la edad media, a la superstición, a la ignorancia popular consagrada como elemento de cohesión, y el uso del milagro barato como un truco de magia obscena para encandilar a los más predispuestos a este engaño supino. A lo anterior se añade la urgencia para colocarlo, fuera de toda norma y plazos, en el santoral, en el calendario. Por algo será.
Con el proceso de beatificación de Juan Pablo II, el Vaticano ha intensificado una maniobra política para restañar la imagen de un pontificado –el tercero más largo de la historia– lleno de claroscuros. El hecho ocurre en un momento de aguda crítica a los cerca de 27 años que Karol Wojtyla permaneció en la silla papal. Un detonante principal de esos señalamientos es la salida a la luz pública de la injustificable red de complicidades y encubrimientos, desde Roma hasta parroquias remotas, para proteger a los numerosos curas acusados de abusos sexuales contra menores de edad y mujeres. Particularmente grave es la omisión cómplice del hoy beato a las denuncias contra el pederasta Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo.
A esa complicidad con prácticas criminales debe agregarse el conjunto de posturas cavernarias mantenidas por el papado de Wojtyla ante temas como los derechos reproductivos, las conquistas logradas por las mujeres durante el pasado siglo, las luchas de las minorías sexuales por remontar la discriminación, la homofobia y los prejuicios; su oposición al uso de preservativos –incluso en el combate de enfermedades de transmisión sexual–, y en general, su rechazo a prácticamente cualquier indicio de modernización y apertura sociales.
No sólo eso, a contrapelo de los postulados de justicia social del Concilio Vaticano II, el obsesivo anticomunismo de Karol Wojtyla lo llevó a cerrar filas con la embestida conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Mientras el pontífice polaco perseguía y hostigaba en forma arbitraria a los curas y teólogos de la liberación que aplicaban con fidelidad entre los pobres las enseñanzas de Cristo, departía en el Vaticano con Augusto Pinochet y otros autócratas militares o civiles.
Hoy, sin el carisma personal de Wojtyla y sin las estrategias de promoción mediática y mercadológica que dotaron a éste de enorme popularidad, Benedicto XVI tiene ante sí el reto de conducir una Iglesia católica en profunda crisis y desprestigio mundial, provocados, en buena medida, por las inconsecuencias y omisiones de su antecesor. Ciertamente, la curia romana no ignora los riesgos de esta circunstancia, y acaso ello explique la premura por colocar a Juan Pablo II en el escalón previo a la santidad; por revivir el espíritu de la papamanía multitudinaria que lo acompañó en sus numerosos viajes y por exaltar, de esa forma, un pontificado repleto de zonas oscuras, a efecto de que el actual pueda asumirse como su heredero y continuador.
(Fuentes: Editorial, La Jornada, 1/V/11; proceso, no. 1800; gara, 1/V/11; Raimundo Fitero, gara, 1/V/11).
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