Suele decirse, cuando las expectativas están al tope de las posibilidades pensadas, que se ha alcanzado el techo. Asimismo, cuando el punto más bajo se toca, se proclama que se está por el piso. Ahora bien, cuando son los nervios los que nos mantienen alterados, acostumbramos a expresar que caminamos por las paredes. Un pequeño, tal vez 7 u 8, está parado en Bulevar Aquiles Serdán, un par de cuadras más acá de la tienda Ahorramax, o más allá, según desde donde se mire. Está parado junto a un cesto de basura. Tiene la cara sucia, pero bien sucia. Seguramente hace días que no se la lava. El niño en cuestión sostiene en sus manos su pene, y está orinando a la vista de todos los transeúntes y comerciantes ambulantes que pasan por el lugar. Esa es la escena fugaz desde el autobús urbano, que frenado en el semáforo nos permite semejante postal. Segundos después, una señora que viajaba sola en su Windstar y a quien nadie le había preguntado nada, deslizó, con la sutileza del elefante, una serie de frases traídas del odio, o del miedo, o del espanto, o de todas ellas. “Estos pendejos no tienen límites”. El techo, el piso, las paredes: el hogar. Una casa es el inicio de un límite. Es el límite de lo interior, la familia, de las “cuatro paredes” en donde, se suele decir, se resuelve todo. Incluso, la creación de la noción de intimidad. Un niño que vive con sus padres (quienes han obtenido acceso a la educación formal o a la transmisión cultural), intenta dejar los pañales, y cuando lo logra, ahí están sus progenitores para decirle “esto es íntimo”. Pero no es el caso de nuestro amiguito, que sosteniendo su instrumento a la vista de todos, mea. Ese es su hogar. La calle. Sin abrazos, sin comida, sin educación, sin salud; sin techo, piso y paredes: sin límites. Esa es su vida. En San Francisco, según datos oficiales, más del 50% de jóvenes menores de 18 años son pobres. Algunos de ellos son indigentes.
Otros, no tienen ni han tenido ningún tipo de atención médica. Mueren dos recién nacidos por mes por causas evitables, entre las que se encuentran desnutrición, y falta de atención primaria. Además, los pequeños que tienen la suerte de tener un hogar (o algo que se le parezca, muchas veces un cuartucho para 7, 8, 9 personas) viven en condiciones inimaginables para quienes tienen el acceso a una vida medianamente digna. Cerca del 60% de los chicos, viven en familias cuyos padres no tienen trabajo, o tienen un ingreso más que precario. Poco más de 10% no tienen, ni han tenido acceso a educación. Nuestro amigo, probablemente, esté ahí afuera junto al ejército de niños y niñas que no tienen qué comer, que carecen de salud y que su educación es nula. Sus formas de sobrevivir son (y acá se espanta nuestra señora de
Nadie tuvo respeto, piedad, amor, cariño, compasión, ni siquiera cuando eran (son) inocentes niños y niñas. ¿Por qué ellos deberían tener respeto, piedad, amor, cariño, compasión… lími-tes? Nadie podrá cambiar, de un día a otro, lo que durante por tantos años se creó, lentamente, paso a paso, para lograr una marginalidad tan extrema, tan salvaje, que sea funcional a los intereses más oscuros, más nefastos: los de los gobernantes y empresarios, que juntos forman la mafia más grande, jamás pensada por la mente más perversa. Pero habrá que empezar a trabajar. Las condiciones materiales están al alcance de cualquiera con voluntad, y claro, con poder. El primer paso, una casa, un hogar digno. Cuatro paredes, un piso y un techo: los límites a la violencia y a la humillación de ser menos que un fantasma.
(Lucas Vadura, argenpress, 7/XII/09).
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