El tema de la inseguridad y la violencia da mucho para la reflexión. Desesperada, la mayoría de la población cree necesario establecer mayores rigores punitivos, en lugar de analizar las causas de la proliferación delictiva y encontrar los medios de detenerla. ¿Alguien puede imaginar acaso que el niño que inhala solvente, que vive en la calle, que le sirve de burrero a los narcomenudistas para mejor burlar la ley, que se ve privado de crecer en el seno de una familia medianamente constituida, que abandonó la escuela, si alguna vez concurrió, y que a esa edad pudiera soñar con ser en el futuro un médico, un destacado abogado, un matemático brillante o siquiera un cajero de supermercado? Los delincuentes de hoy son sin duda alguna, los que no hace mucho tiempo transitaron una niñez absolutamente desamparada, por la que ninguna sociedad pensante se preocupó en su momento. De seguir así no debiéramos asombrarnos del constante aumento de seres humanos para quienes la propia vida carece de valor y en consecuencia, mucho menos valor tienen las de los demás. Seres humanos que al no acceder a la educación, a mínimas condiciones de vida, a un entramado social de respeto mutuo, constituyen un excelente caldo de cultivo para el aprendizaje de prácticas delictivas que los delincuentes avezados se encargan muy pronto de enseñarles y de usufructuar en su propio provecho. Sabido es que no puede existir igualdad ante la ley que parta de la desigualdad de oportunidades. La responsabilidad mayor le corresponde a nuestra sociedad “occidental y cristiana” y en grado superlativo a una clase política que se ha desentendido de sus funciones específicas y que es tan culpable como quienes delinquen por no respetar ni hacer cumplir los principios establecidos por nuestra Constitución. Aquí, en estas tierras, en algún lugar de San Francisco, en el paisaje urbano del surrealismo de estos pueblos del Rincón, deambula el espécimen creado en un exabrupto de la derecha yunquista, que gobierna y exhibe los desvaríos de sus patrones… La indecisión, la improvisación y la insensibilidad, caracterizan a un Jaime Verdín que, lanzado al precipicio de la ingobernabilidad, ya da muestras prematuras de cansancio y fastidio. Mientras deshoja los pétalos de sus sueños de grandeza, el narco profundiza sus raíces en estas tierras, penetrando a los cuerpos de seguridad, a los partidos políticos, a los clubes sociales, a las asociaciones de profesionistas, etc. En el licenciado Verdín se materializan, todos los defectos de la clase política; las diferencias entre este espécimen del surrealismo local respecto a los legisladores y gobernantes estriban, únicamente, en el énfasis del defecto. Porque comparten la aberrante condición que los predispone al manejo de las causas en beneficio personal, y a distorsionar la política en un devaneo de ambiciones. El único remedio para atenuar las aberraciones de la clase política es un elemento en animación suspendida: la ciudadanía, donde reside la soberanía, y la atribución para exigir eficiencia y transparencia en la administración pública; sin embargo, esa ciudadanía deambula entre el desencanto y la apatía, y ése es el ámbito ideal para la génesis de los especímenes creados en los exabruptos del fascismo, que gobiernan atendiendo a los desvaríos de quienes los impulsan…
(Basado en Susana Merino, argenpress, 4/XII/09; Laura M. López Murillo, argenpress, 9/XII/09).
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