Como era previsible, la presencia en Ciudad Juárez de Felipe Calderón, y de su secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, el pasado 11 de febrero, no hizo sino exacerbar los agravios cometidos contra la población de esa martirizada localidad fronteriza por las organizaciones delictivas, pero también por las autoridades de todos los niveles gubernamentales.
Al abandono y el desinterés oficial de lustros se sumaron, ese día, la injustificada represión de manifestantes en las calles de Ciudad Juárez por elementos de
Por añadidura, la disculpa ofrecida por Calderón a los deudos de los estudiantes masacrados el 31 de enero –a quienes el gobernante señaló en una primera reacción como presuntamente vinculados con grupos delictivos– fue tardía e insuficiente: tardía, porque la primera rectificación debió provenir del propio Calderón, y no de boca de Gómez Mont; insuficiente, porque durante años el discurso oficial ha pretendido que la inmensa mayoría de los muertos en esta guerra oscura y confusa emprendida por las autoridades eran individuos vinculados a la criminalidad, una caracterización que choca con el sentir de los juarenses –y de los habitantes de otros puntos afectados por la espiral de violencia–, quienes han enterrado, a estas alturas, a muchas víctimas inocentes de la cruzada calderonista.
Enfrentado a un adelanto del juicio popular e histórico que le corresponde tan sólo por las matanzas en México, Felipe Calderón respondió disparando a mansalva proyectos sabidamente fallidos de burocracia asistencial y demagogia voluntarista, cerrando el operativo fronterizo con una segunda declaración de guerras no pedidas y prefigurando temporadas de mayor mano dura en esta reivindicación vehemente y descompuesta del belicismo de control social que
Felipe, tratando de salvarse discursivamente, acompañado de manos, gestos, sudor y dureza facial frente a un auditorio seleccionado, pero que ni así se libró de escuchar reproches y acusaciones, mientras más allá de la sede blindada se desbordaba el río social adverso, que sin tapujos ni eufemismos le declaraba ensangrentado y le endilgaba calificativos de responsabilidad funeraria. Felipe, que llegó protegido por más de 5 mil personas, según diarios locales, continuó con su discurso guerrero, con su apología del militarismo, con la defensa de una presunta recuperación de la gobernabilidad perdida aun cuando fuera a costa de sangre, violaciones a los derechos humanos y olvido del hipotético estado de derecho.
Calderón que llega a Ciudad Juárez a prometer diálogo, conciliación y “coordinación con la sociedad” y lo que provoca en las calles es el repudio al sabido cerco de seguridad que en esa ocasión llega al extremo de que se desenfunden armas de fuego ante ciudadanos, sobre todo jóvenes y madres de familia, que protestan en las afueras, en lo marginal, en lo que no se quiere que exista ni sea escuchado. Adentro, en el presunto paraíso aislado, Calderón no se escapa a la espalda que le da una madre de asesinado, ni a los gritos y exigencias de algunos de los asistentes, ni a los discursos duros, secos, pronunciados por representantes sociales que saben el riesgo mortal de decir lo que todos piensan, pero que mencionan la corrupción de policías y militares, el fracaso de los planes federales, el daño causado por la presencia de los contingentes de “salvación”, del horror cotidiano.
Ese mismo día (febrero 11), el Segundo Tribunal Colegiado en materia laboral del Distrito Federal, resolvió que se dan por concluidas las relaciones de trabajo entre Mexicana de Cananea –propiedad de Grupo México– y los más de mil agremiados del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros que laboraban en ese yacimiento, medida que socava la vigencia del pretendido estado de derecho en el país, y que exhibe el nivel de desprotección en que se encuentran los trabajadores ante la connivencia de los intereses empresariales y las autoridades. Además, agota las vías de expresión institucional para ese gremio y cancela las perspectivas de una posible negociación para dar solución al conflicto. Tal fallo, da continuidad a la campaña de hostigamiento judicial, represión, criminalización e injerencias emprendida por la pasada administración federal y continuada por la presente contra la organización sindical.
Pocos días después (febrero 17), Calderón regresa a Ciudad Juárez y se manda construir una bienvenida oficial a la medida de sus necesidades. Excluidos el tema de derechos humanos y las voces de los familiares de los jóvenes y las mujeres asesinados en esa ciudad, el segundo foro que encabezó Calderón terminó sin la presentación de un documento de estrategia definitivo. Triunfador absoluto en el micromundo de las exclusiones, Calderón y su equipo de maniobras montaron una asamblea domesticada en la que representantes de mesas de trabajo con línea federal parecían más interesados en desgranar propuestas en busca de presupuesto que en abordar a profundidad las causas de la crisis que más allá de esa escenografía blindada continuaba su guión macabro.
Día de campo para el gran impugnado de casi una semana atrás y para sus acompañantes priístas, el gobernador del estado y el presidente municipal, plenos ambos de cinismo y demagogia, oradores de la nada, constructores de mundos mejores a partir de pura labia y saliva. Reyes, ambos, del imperio de la complicidad; administradores, no gobernantes, del estado de cosas que organiza en esas tierras el verdadero poder.
No sólo es la sangre, el horror, la deshumanización. También es el golpe sicológico oportuno, el impacto social que provoca pánico colectivo, la inserción profunda de la convicción de que lo único viable es buscar la salvación individual, el escondrijo, el apartamiento. Reynosa, Nuevo Laredo y Matamoros como laboratorios de comprobación de tesis de control social externo mediante el miedo y de presión política superior al desgobierno institucional. Ciudades fronterizas como campos de batallas no solamente entre grupos de narcotraficantes sino, más allá, entre una administración mexicana incapaz, rebasada, refugiada en el armamentismo, y la voracidad histórica del vecino que ha estado diseñando la institucionalidad colonizada.
Mientras el responsable burocrático del país se entretenía en Cancún “llamando a crear una OEA sin Washington”, Estados Unidos llamaba a los presidentes municipales fronterizos a recibir millones de dólares sin Los Pinos. En
El norte mexicano hierve y no sólo Ciudad Juárez, también lugares como Reynosa y Torreón. Padres de familia asustados cotidianamente por las versiones de balaceras y enfrentamientos. Comerciantes, profesionistas y clase media en migración hacia lugares más seguros (si los hubiera), hartos de la impunidad, el cinismo, la extorsión y las amenazas diarias a la vida y la propiedad. Felipe, “fundido farol anfitrión de Latinoamérica e inepta oscuridad de su casa”.
(Basado en Editorial de
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