El 13 de febrero pasado, tras una ofensiva por tierra y aire de las fuerzas de ocupación contra Marjah, un presunto enclave talibán en el sur de Afganistán, los mandos militares occidentales se jactaron de “estar muy satisfechos” por haber dado muerte en esa acción –en la que perdieron la vida un estadunidense y un británico–, a una veintena de combatientes de la resistencia de ese país centroasiático y por haber encontrado una resistencia mínima. El general inglés Gordon Messenger detalló que los talibanes parecían “desorientados, desorganizados” e incapaces “de oponer una reacción coherente”. Un día más tarde, el mando ocupante hubo de admitir que 12 de las bajas mortales eran civiles, asesinados por dos misiles que “se desviaron” de su objetivo e impactaron en una vivienda de Helmand. Horas antes,
Posiblemente la confusión explique por qué las tropas invasoras, que actuaron con el apoyo de efectivos locales del régimen títere que encabeza Hamid Karzai, hayan encontrado una resistencia débil y una reacción desorganizada: porque el objetivo principal de su ataque estaba conformado por personas no combatientes, indefensas y desarmadas. Mientras Karzai reiteraba sus tenues e inútiles peticiones a las fuerzas extranjeras de que no maten civiles, Messenger se disculpó por lo que llamó “un hecho desafortunado” y estimó que la ofensiva occidental “está en su etapa fácil; la difícil será calmar a la opinión pública”.
El cinismo y la inmoralidad de la aventura de Washington –acompañada por Londres y otros socios menores– en el martirizado Afganistán quedan, pues, a la vista: para los gobiernos occidentales, masacrar a la población local no sólo es lícito sino fácil, y las consecuencias de la atrocidad no representan más que un problema de imagen.
Desde cualquier punto de vista, las masacres de civiles en Afganistán constituyen crímenes de guerra; si no ameritan esa calificación en ningún tribunal internacional ello se debe a que el peso político y diplomático de Washington y de sus aliados europeos es capaz de paralizar y neutralizar todo mecanismo de justicia que pueda desembocar en resultados adversos para su causa.
Ocho días después, la noche del 21 de febrero se repetiría la misma historia: aviones de
(Editorial de
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