En los últimos años, muchas personas acuden a los consultorios médicos o psiquiátricos por estados continuos de ansiedad que perturban sus días y sus noches; hablan de situaciones persecutorias en sus empleos, de incertidumbres e inseguridad en sus relaciones de pareja, de vicisitudes de adaptación por migraciones impuestas o voluntarias (“trastornos de ansiedad”, dice el catálogo). Otras piden atención por crisis de angustia, repetidas, que los sorprenden y alteran el transcurrir de sus tareas, sus salidas a la calle (y al mundo), obligándolas a resguardarse, cuando la tienen, en la seguridad de sus relaciones cercanas y familiares (“ataque de pánico”, dice esta vez el catálogo). Otras llegan a la consulta agobiadas con su vida, con un dolor que no se reduce a algún conflicto identificado: su astenia durante el día, que hace penosa cada actividad, se prolonga en noches de insomnio (“depresiones reactivas”, dice en este caso el catálogo; “nueva amenaza epidemiológica”, dice la OMS, ante la magnitud de su incidencia). Otras padecen una suerte de extrañamiento del ámbito en que se desarrolla su vida; tienen dificultades para hilvanar su pensamiento, su mundo afectivo y mental es disperso y les es difícil entender y narrar su padecimiento (“trastornos de personalidad”, “borderline”).
A esta lista incompleta, se agregan las víctimas de violencia familiar –entre 20 y 30 por ciento de las consultas en servicios de salud y salud mental–, los que consumen drogas –nueva población expuesta a un encierro semejante al sufrido en los manicomios–, los que necesitan del alcohol para soportar una vida a la cual ya no dominan –el mayor problema, de lejos, en las adicciones actuales–. Como un amigo suele decir: cuando alguien necesita un pañuelo para su llanto, siempre hay un fabricante de pañuelos que se alegra de ese sufrimiento. En este caso, la industria de psicofármacos –en la parte legal del consumo– y la de los narcotraficantes –en la ilegal– son altamente beneficiados por estos nuevos dolores del alma. Si escuchamos bien a estas personas, descubrimos siempre una ausencia de proyecto, una amenaza al futuro, un riesgo en el presente, una incertidumbre sobre el devenir de sus relaciones de empleo, de pareja, de residencia, de su economía. Vale entonces ocuparnos de las dos pasiones ligadas al futuro, el miedo y la esperanza, para entender su presencia actual en la vida de todos o, mejor dicho, de casi todos.
Nos son conocidas las pasiones que ligan al hombre con su pasado: el resentimiento, la nostalgia, el rencor, que explican en quienes lo padecen sus dificultades con el presente. Son pasiones diferentes de las que provienen del presente, cuya inmediata certeza nos produce tristeza, dolor, alegría, odio, amor o placer. Suelen ser menos reconocidas las pasiones que nos dominan con relación al futuro: el miedo y la esperanza. El miedo es esa angustia provocada por algo incierto o amenazante, algo extraño que puede alterar nuestro presente, ya que parece anunciar un mal inevitable. Al miedo subyace siempre la amenaza de la aniquilación y de la muerte. En oposición, la esperanza consiste en esa alegría o placer de imaginar, sobre lo incierto del futuro, el anhelo de algo mejor que el presente; tiene siempre un sentido de promesa y, respecto de la vida y su finitud, un sentido de salvación. Ambos, miedo y esperanza, son resistentes a la voluntad o a los argumentos de la razón, y por eso suelen ser incontrolables para el hombre. Esto mismo hace que sean pasiones contagiosas: pasan fácilmente de un individuo a otro y constituyen el afecto principal que liga a los grupos y a las masas. Se oponen a la calma del sabio, basada en la reflexión, en la serenidad de la razón individual.
El miedo y la esperanza dominan el cuerpo, la mente y la imaginación de los individuos, dejándolos a merced de la incertidumbre y así predisponiéndolos a la renuncia y a la pasividad en su presente. Spinoza, en su Tratado teológico político, alertaba sobre la necesidad de combatir al miedo –en cuanto pasión hostil a la razón– y a la esperanza –que representa una fuga del mundo presente–, en tanto medios para obtener la resignación y la obediencia. En la Ética señala que se debe resistir la promesa religiosa de un más allá de la muerte, cuyo fin es sólo justificar la resignación y la obediencia en el presente. La libertad del hombre, su capacidad activa de elegir y decidir sobre su realidad, depende de su resistencia al miedo y de su rechazo a la promesa de la esperanza. En el segundo Fausto, Goethe dice: “Entre los mayores enemigos de los hombres, dos, Miedo y Esperanza, en cadenas de consorcio civil yo los segrego”. En una perspectiva opuesta, Hobbes postula que el gobierno y la razón de Estado necesitan del miedo de las masas para evitar la recaída en el infierno social de la violencia y del estado de naturaleza (el “hombre lobo del hombre”, su conocida fórmula); tiene claro que los hombres aspiran a su libertad de todo poder y especialmente de la razón de Estado.
El miedo es un instrumento de la política. En el extremo del pánico, el miedo se muestra como el gran desorganizador del grupo o la masa; frente a él cada individuo asume por sí mismo su supervivencia. Está claro que el futuro de la sociedad y, más aún, el futuro de cada individuo, es la esencia de la política: en la política, como constructora del futuro, se juegan siempre las amenazas o las promesas. De Maquiavelo en adelante, ningún político se abstiene del uso político del miedo y la esperanza. Ejemplos actuales: el uso de la amenaza del futuro sobre el cual se propone la aceptación del presente –flexibilización laboral o riesgo de desocupación–, o la esperanza de salvación para quien acepte resignar las necesidades del presente –bajar los salarios porque hay crisis, callar la protesta para asegurar la paz–.
En Estados Unidos, uno de cada 136 habitantes está detenido en cárceles o institutos penitenciarios: cuatro millones en total. El miedo es global y responde a diversos motivos. Quince millones de mexicanos viven escondidos en Estados Unidos, pese al muro construido para impedir su ingreso, de 1 200 kilómetros de largo, con 1 800 torres de observación provistas de policías armados. La ONU cuenta 200 millones de refugiados en el mundo, escapando de guerras y pobrezas extremas. Cerca de nosotros, hay un mundo de barrios cerrados, villas miseria, nuevos guetos. Hay excluidos de la sociedad, custodiados como criminales, pero están también los que voluntariamente buscan estar custodiados en barrios cerrados, en “edificios con seguridad”, clusters, etc.
Pero también podemos sumar a los que viven encerrados en sus empleos por horarios que no dominan. A todos, el miedo los convierte en presos: por amenaza del desempleo, por la violencia, por el hambre, por la emigración, por la ilusión de la seguridad. El mundo actual está compuesto por productores, consumidores y excluidos. Como los criminales presos, quienes estamos presos en este mundo global amenazante nunca aceptamos este presente como definitivo; la mayor parte mantiene su anhelo de libertad, de poder elegir y decidir, pero muchos, por diversas debilidades y desventajas sociales, son víctimas personales del pánico y la angustia crónica.
Este mundo del miedo no es natural ni espontáneo. La globalización económica impuso aislarnos del territorio –migraciones masivas–, de la vida en común –competencia y desconfianza–, de la historia compartida; y, especialmente por las políticas mediáticas, procura evitar que imaginemos un futuro o un proyecto en común. Este encierro masivo hace que la vida urbana se acerque a la de la cárcel o el manicomio: conflictos y lucha entre vecinos o antiguos compañeros, pobres atacando a otros pobres, desempleados luchando contra empleados, especialmente si son inmigrantes, aun en la pareja amorosa desconfianza y cuidado de no comprometer bienes y futuro.
Si prestamos atención, veremos cómo los medios a través de mensajes presentados como noticias nos dicen que la vida es insegura, insisten en lo incierto de la economía, en los riesgos de epidemias, crisis energética, catástrofes naturales, amenazas del futuro cuyo contenido ficcional se oculta. Lo eficaz es generar el miedo y lograr su capacidad de mantenernos aislados.
Debemos reconocer que el miedo está instalado en nuestras sociedades. Los políticos lo utilizarán luego, según la ética de cada uno. La esperanza, su correlato opuesto, avanza al mismo ritmo. Recrudecen en el mundo los fundamentalismos religiosos, de todas las religiones, pero en esta versión moderna con una violencia inesperada. El judaísmo, en su historia, no contaba la violencia y la dominación de otros pueblos, y hoy hay tres generaciones nacidas en campos de palestinos consecuencia de la expansión del Estado de Israel. El islamismo, religión de la paz, hoy llega expresarse en autoinmolaciones y terrorismo. El cristianismo, especialmente en sus variantes evangélicas, sostiene las nuevas guerras de la dominación económica, como es el caso del Partido Republicano en Estados Unidos en la era Bush.
Vale recordar a Merleau-Ponty, que, en la posguerra, escribió: “Una sociedad no es el templo de los valores-ídolos que figuran al frente de sus monumentos o en sus textos constitucionales; una sociedad vale lo que valen en ella las relaciones del hombre con el hombre. Para conocer y juzgar una sociedad es preciso llegar hasta su sustancia profunda, el lazo humano del cual está hecha y que depende sin duda de las relaciones jurídicas, pero también de las formas del trabajo, de la manera de amar, de vivir y de morir”.
La dimensión del miedo y la esperanza, en nuestro tiempo, está en el centro de muchos de los sufrimientos mentales que atendemos. Hubo tiempos en que dominó la nostalgia, como en el siglo XIX lo expresó el romanticismo. Freud, no del todo ajeno a ese movimiento, nos enseñó a reconocer las pasiones que sujetan al hombre a su pasado y dificultan su presente; sólo tangencialmente aludió al miedo y criticó la esperanza como ilusión religiosa. A nosotros nos toca hoy comprender las pasiones ligadas al futuro: éstas, como el miedo o el pánico, afectan y condicionan el presente de muchos, especialmente de aquellos que, refugiados en el individualismo, no logran comprender las razones de sus malestares. Un nuevo recrudecer del objetivismo, esta vez por vía del consumo y el mercado, lleva a que el otro, cualquier otro, pueda devenir y ser tratado como un objeto más; el individualismo ayuda a que cada uno sólo valga por su uso. Todo esto, con la dimensión de estar sustraído a la con-ciencia, ¿no es motivo suficiente para explicar mucho de la angustia actual como padecimiento dominante?
(Texto de Emiliano Galende, página 12, 18/II/10).