Según su abuela Micaela –Doña Miquis, le decían con afecto–, Rosa era “como la piel de Judas”.Desde niña, aprendió a defenderse de todo y de todos. Nacida gemela, sus primos la llamaban “la cuata”. A pocos meses de haber visto la luz por vez primera, las dos gemelas enfermaron de las víasrespiratorias. Su otra hermana no resistió los embates virales, y murió. Corrían los últimos meses de 1966.
La niña que sobrevivió, Rosa, con su pelo rubio y su carita llena de pecas, le valió para ganarse un sinnúmero de apodos. Los “güeros” y los “jalisquillos” no eran bien vistos en aquellos años. La gente decía que “desentonaban”, que no “eran de nuestra raza”. Se les veía como extranjeros en su propia tierra. Los niños que crecieron bajo ese ambiente de repudio, llegaron a forjar un corazón duro, pero noble al mismo tiempo. Así creció Rosa, entre peleas contra niños y niñas que le jalaban sus colitas o porque la insultaban gritándole: “¡güereja pelos de elote!”. A veces, la vida se ensaña con algunos, y Rosa, aparte de sufrir aquellas dolencias en la escuela a sus apenas 8 o 9 años, tenía que soportar un ambiente familiar cargado de pobreza, carencias y maltratos. Durante años, su infancia transcurrió entre lodazales –en los tiempos de aguas–, o terregales –que el viento, implacable, levantaba en los meses de febrero y marzo–. En ese tiempo, Rosa tenía que ayudar a su mamá a adornar sombrero que, Catarino Luna hacía favor de entregar a todas las casas que se lo solicitaran; Rosa lloraba, sus manitas apenas podían con las agujas y los hilos, instrumentos necesarios para colocar la toquilla en el sombrero.
Ausente de padre antes de los diez años y con su madre recién parida, Rosa encontró en su pequeña hermana un consuelo para aliviar sus cotidianas dolencias. Dolencias del alma, de esas que encojen y estrujan el corazón. A sus casi nueve años, Rosa tuvo que aprender el arte del papel de madre, es decir, cambiar pañales, bañar a la bebé, preparar el desayuno de sus menores hermanos, ir por las tortillas y, hacer la tarea escolar. Todo lo anterior, la mantuvo lejos del tedioso oficio de “adornadora de sombrero”, oficio que su madre y hermana mayor realizaban un día sí, y otro también.
Cercana a su abuela Miquis, Rosa recibió sabios consejos: “siempre que hagas algo, hazlo bien, si no, no lo hagas”; “todo lo que comiences, termínalo, no dejes nada a medias”; “si te llegas a casar, desde un principio debes exigir respeto, no permitas que nadie te ofenda”; “si quieres al hombre con el que te cases, tienes que estar con él, aunque vivan en un cucurucho”. Y aunque
Muy pronto, Rosa habría de poner en práctica los consejos de su abuela. A escasos días de cumplir sus quince años, fue desposada por un hombre varios años mayor que ella. En el altar, ella se comprometió “a estar con él en las buenas y en las malas”. Cosas de la vida. Rosa, una jovencita apenas entrada a la adolescencia, ya le había dado el sí a su ahora marido. No fue fácil, presionada por los familiares de él y los suyos propios para que desistiera, Rosa no claudicó. Pudo más su coraje, sus enormes deseos de salir de aquel ambiente hostil, su cariño por aquel hombre que, al menos, le prodigaba confianza y seguridad. Y, el destino es así: a cada quien le da lo que quiere… o lo que busca.
Hoy, Rosa sigue luchando, no con las mismas energías que tenía a sus veintes o treintas, pero el coraje por salir adelante sigue intacto. Y como le va bien a Rosa, las envidias y los resentimientos de sus malquerientes son muchos. Sin embargo, Rosa se sostiene gracias a siete enormes columnas: su confianza en sí misma, el apoyo incondicional de su marido, el amor y la admiración de sus dos hijos, el recuerdo de su abuela Miquis, su fe en Dios, su sed de saber y conocer más y, su agradecimiento a la vida, que, después de todo, le ha dado muchas satisfacciones.
Por cierto, Rosa es una excelente abogada. Eso, es tal vez, lo que nadie le perdona.
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