domingo, 13 de junio de 2010

MUNICIPAL: La presa

Es una perfecta radiografía del sistema. Los márgenes, el odio, la muerte precoz: todo concentrado en unos pequeños instantes que simbolizan una realidad que se parece demasiado al espanto. José Luis B. tenía 15. En apenas unos pocos días cumpliría los 16 pero no pudo. No lo dejaron. Su vida estaba marcada desde que nació. La realidad en la que quedó envuelto y que empezó muchísimo antes –quién sabe cuánto– lo ancló para siempre en esa figura enclenque de apenas 44 kilos y un metro cincuenta de altura. Un alfeñique. Empero, para encontrar las raíces de lo que ocurrió en la noche del sábado en la Lázaro Cárdenas, hay que bucear en la historia misma de un país que demasiadas veces ha elegido el odio como salida. Para matar o morir. Para aniquilar como precepto. A pocos minutos de ocurrido el suceso, los policías dieron su versión: “esa noche José Luis quiso robar a un hombre en la puerta de su casa, junto a otros dos chavos de su edad. Tenían un arma corta de juguete. El hombre se resistió y pidió ayuda. Y fue en ese preciso momento que se desataría la persecución y el camino sin retorno... Empezaron a salir vecinos, mujeres mayores de las casas y José Luis ya estaba en el piso. Lo pateaban y le daban de trancazos. Eran más de diez personas, entre ellas varias mujeres grandes. Un vecino del lugar vio de cerca lo que pasaba y salió a defenderlo para que no le pegaran más. Lo agarraron a trancazos también a él. Una niña vio que un hombre agarró un ladrillo y le pegaban con eso, como si fuera un mazo”, dijeron los hermanos de José Luis. No cuesta demasiado vislumbrar la escena. Percibir el olor del miedo que seguramente despediría el cuerpo de José Luis. Tratar de imaginar qué alcanzó a balbucear en esos instantes. A pensar. (¿Acaso alcanzó a pensar?) Qué imágenes le pasaron con la velocidad de mil rayos por su cabeza. (¿Se le cruzó tal vez alguna?) Y sentir que ese olor, entremezclado con el de su sangre, desataría a las fieras necesitadas de una extraña justicia. Un primer golpe. Dos. Tres, que se multiplicarían entre sí, envalentonándose unos con otros. Hasta que sólo la muerte les llevaría a la calma. Como una jauría de animales salvajes que persiguen a una presa hasta devorarla. ¿Cuánto tiempo lleva masacrar el cuerpo de un joven que apenas parece de nueve aunque el calendario insista en que tiene 15? ¿Cuántos golpes son necesarios? ¿Cuánta violencia es necesaria para saciar la sed de quien busca acabar de un mazazo con su propio terror al otro? Pero además, en qué momento cambió algo dentro de esos seres que tal vez, esa misma noche, llenaron de besos a sus hijos y les dieron su bendición. Qué botón se activó dentro de ellos para transformarlos en monstruos voraces de sangre humana. José Luis B. tenía 15 años. Cuentan las crónicas que la escuela dejó de ser parte de sus días en 2008 hasta hace muy poco, en que volvió. Dicen que para quedarse. Que conocía los calabozos policiales y que estaba en tratamiento por consumo de marihuana en un Centro de Rehabilitación cerca de la zona peatonal. Que le gustaba dibujar, y que en la clase de Dibujo eligió dibujar a La Flaca, como le decían a su mejor amiga. Algunos estudiosos de los fenómenos sociales plantean que si lo que creció es la violencia es porque lo que creció es el odio. Y el odio no deja lugar a la ternura. El odio es aniquilamiento, es muerte, es destrucción. Un joven que pesaba 44 kilos y medía un metro y medio a los 15 años representó para el grupo de vecinos –señoras, dicen, en su mayoría– el fantasma demoledor de la inseguridad: “Me van a invadir, me van a robar, me van a violar, me van a matar”. Su cuerpo enclenque (y nadie se preguntó cómo es que un joven puede pesar 44 kilos a los 15 años), su pistola de juguete, el flequillo con gel cayendo sobre su frente amplia, su oscura piel, todo fue una combinación fatal para su destino. Podría haber sido otro pero fue él el que tropezó por su propia fragilidad física y se transformó así en la presa perfecta para aleccionar. No era casi un niño. No para ellos. Era simplemente el objeto propicio para su propia necesidad. José Luis fue arrojado a la hoguera de los dioses, fusilado, apedreado, ahogado en las cámaras de gas, condenado a la silla eléctrica. José Luis fue asesinado una y mil veces en un solo instante como culpable de todos los crímenes de la humanidad. Para que con él aprendieran todos los José Luis de la historia. Y la sociedad y las instituciones comprendieran de una vez cómo se debe actuar ante el desorden y en defensa del decálogo de la vida y de la moral.

(Basado en Claudia Rafael, argenpress, 12/IV/10).

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