Desde el 11 de septiembre del 2001, Estados Unidos reforzó su papel de gendarme internacional. Inició un ciclo de agresiones tendentes a contrarrestar los desafíos que afronta en varios frentes, con acciones que apuntan contra sus viejos enemigos, sus nuevos adversarios y sus tradicionales a liados.
Intervencionismo generalizado. Desde el final de la Guerra Fría el Pentágono ha extendido su red de bases militares. Ingresó en varias regiones anteriormente vedadas (Báltico, Europa Central, Ucrania, Asia Central), acrecentó su presencia en América Latina e irrumpió en África. Estados Unidos ejerce un rol determinante en los conflictos armados, como invasor, instigador, proveedor de pertrechos o sostén de los bandos en pugna. Actúa en forma directa o lateral en todas las sangrías de África (Sudán, Chad y Somalia), Asia (Shri Lanka y Pakistán) y Medio Oriente (Afganistán, Irak, Libia).
El rol jugado por la CIA en estos choques sólo se conoce mucho tiempo después de su ocurrencia. Hay un trabajo sucio de los servicios de inteligencia financiado con enormes partidas del presupuesto militar. La penetración del espionaje en las actividades habituales de la diplomacia tradicional se acrecienta día a día.
En las zonas de ocupación se recurre a bombardeos sistemáticos contra la población civil, que la prensa adicta describe como “daños colaterales”. Los asesinatos de ciudadanos indefensos se presentan como acciones necesarias contra el terrorismo. Disparar a mansalva y balear a los sospechosos son ejercicios habituales de los marines en Afganistán o Irak1.
Esa brutalidad aumenta en proporción al número de mercenarios incorporados a las tareas de ocupación. Las empresas de seguridad actúan sin ninguna atadura a las reglas militares y cuentan con protección oficial para comportarse como pistoleros. Estos actos de salvajismo son la carta de presentación que utilizan las compañías para obtener nuevos contratos del Pentágono2.
La comandancia estadounidense monitorea formas inéditas de terrorismo de Estado, mediante secuestros y torturas que se realizan en una red mundial de cárceles clandestinas. Los prisioneros soportan condiciones inhumanas, se les traslada de un punto a otro y tienen anulado el derecho de defensa. La mitad de los detenidos de Guantánamo es totalmente inocente de las acusaciones que condujeron a su secuestro.
También se ha perfeccionado el asesinato selectivo a través de unidades especializadas. El ajusticiamiento de Bin Laden constituye el ejemplo más reciente de esta modalidad de terrorismo estatal. El líder de Al Qaeda no fue apresado como otros personajes semejantes (Noriega, Sadam) para exhibirlo en algún tipo de tribunal, sino que fue directamente acribillado por un comando elogiado por Obama. El relato infantil que montó el Departamento de Estado para presentar ese crimen como un acto heroico no logró ocultar que simplemente liquidaron un individuo desarmado.
Estados Unidos afirma que debe ejercer su “responsabilidad de proteger a los civiles”. Pero termina consumando masacres, que se ubican en las antípodas de cualquier “intervención humanitaria”.
Las agresiones siempre se perpetran con alusiones a la libertad y la democracia, hasta que salen a flote los verdaderos propósitos. En ese momento se destapa que lo importante en Irak era el petróleo (y no las armas de destrucción masiva), que en Panamá el problema era el canal (y no las drogas) y que Afganistán es un sitio geopolítico esencial (con o sin Bin Laden). El imperialismo redobla la apuesta frente a cada obstáculo y responde con nuevas convocatorias guerreristas ante cualquier “peligro que afronte Occidente”.
Continuismo y degradación. Obama ha mantenido sin cambios esta política belicista y abandonó sus promesas de moderar la agresividad. Perpetúa Guantánamo, preserva la censura militar, avala la tortura, alienta a las tropas y repite las mismas vulgaridades que Bush sobre el terrorismo. Sólo modificó el estilo y transformó un discurso prepotente en retórica calibrada, para restablecer alianzas y obtener más recursos. Esta continuidad ha generado decepción y el receptor del premio Nobel de la Paz ya fue penalizado por el electorado con expectativas progresistas.
Obama retoma la política de Bill Clinton, que encubrió con disfraces humanitarios los ataques a Somalia (1992-93), los bombardeos de Bosnia y los Balcanes (1995), la agresión a Sudán (1998), la incursión en Kosovo (1999) y el hostigamiento de Irak (1993-2003). Actualiza el paradigma de “guerras justas” y concertadas, que durante los años 90 se implementaron en nombre de la globalización y el multilateralismo. Con ese molde corrige los excesos de la soberbia unipolar de Bush, buscando garantizar los objetivos militares que comparten los legisladores demócratas y republicanos.
La agresividad imperial externa se traduce, además, en un recorte de las libertades democráticas. Resulta imposible masacrar afuera y preservar dentro del país un sistema de información irrestricta. El giro hacia el totalitarismo interno incluye mayor control sobre la difusión de los acontecimientos bélicos.
El espionaje interno ha quedado desbordado en Estados Unidos por una enorme red de agencias. Estas entidades receptan y almacenan diariamente un cúmulo ingobernable de información, que nadie logra procesar y coordinar con alguna seriedad. El número creciente de personas con acceso a los sistemas clasificados ha deteriorado también el carácter confidencial de esa actividad y muchos secretos salen a la superficie.
Hay casos de hackers que difunden esa información por competencia informática o por simple afán de gloria. Pero también hay reacciones frente a la barbarie militarista. El periodismo militante tiende a multiplicarse para contrarrestar la censura de impuesta a la prensa3.
La militarización interna es un efecto de la paranoia, que ha generado la cruzada contra el terrorismo. El estado policial hace germinar fuerzas más descontroladas, entre una población habituada al uso de las armas, al racismo y a la persecución de inmigrantes. Algunas leyes en danza autorizan la detención de un individuo por cualquier tipo de sospecha.
Bloquear a los adversarios. El imperialismo estadunidense enfrenta actualmente el ascenso de un grupo de países de creciente gravitación, como China, India, Brasil, Sudáfrica o Rusia. Han sido bautizados con el término de emergentes por sus enormes recursos demográficos, naturales y mili-
tares o por su experiencia en la dominación político-militar. Esta irrupción representa un serio desafío para la primera potencia.
El ritmo de expansión de esos países no se detuvo con la crisis financiera del 2008-2010. Mientras que las economías centrales afrontaron los efectos de una severa recesión, los emergentes mantuvieron un importante nivel de actividad. Esa asimetría explica los intensos debates sobre acoples, desacoples y re-acoples, que rodearon a esa convulsión.
Este nuevo grupo de países se perfila como un tercer bloque, igualmente distanciado de las econo mías avanzadas y del Tercer Mundo. Mantienen una participación limitada en el PIB global, que se incrementa año tras año (del 14% en el 2007 % al 18% en el 2010). Este conglomerado creció tres veces más que las economías avanzadas durante el 2010, con deudas públicas en disminución y clases medias en expansión. Estos dos últimos indicadores presentan una evolución muy negativa en la tríada.
En el año 2000, sólo 26 de las mayores 500 empresas (por su nivel de capitalización bursátil) pertenecían al grupo emergente. En la actualidad llegan a 119 y han liderado varios procesos de adquisiciones de grandes firmas. Además, un tercio de los bonos de tesoro estadunidense se encuentra actualmente atesorado en sus Bancos Centrales4.
China. China se afirma como segunda economía del mundo, luego de superar a Japón. Mantiene un promedio de crecimiento del 10% anual y se ha transformado en el mayor exportador del planeta. Encabeza la tabla mundial de fabricantes de autos y alberga el principal mercado de nuevos vehículos. Como se transformó en el principal usuario de energía, ya lidera la emisión de monóxido de carbono5.
Las consecuencias geopolíticas de ese progreso se vislumbran en la presencia de la sombra china en todas las regiones con recursos naturales. Las empresas orientales conquistan espacios en los países asiáticos y en cualquier zona de África o América Latina con gas, petróleo, minerales o insumos agrícolas. Este dinamismo oriental desestabiliza la pretensión estadounidense de preservar su liderazgo imperial. El incremento del gasto militar chino -que saltó de la moderación a la expansión en la última década- es también un dato relevante.
El avance chino ha generado más desconcierto entre los diseñadores de la política exterior estadounidense, que la irrupción japonesa de los años 80. Hay varias estrategias abiertas, en un abanico de posturas beligerantes (promovidas por Pentágono) y conciliatorias (alentadas por las empresas transnacionales).
Un sector (Kaplan y Mearsheimer) propone retomar la guerra fría y crear un clima beligerante entre los aliados de la zona (Japón, Australia, Taiwán y Corea del Sur) para reproducir el hostigamiento que debilitó a la Unión Soviética. Otra postura (Pinkerton) promueve incentivar los conflictos con otras potencias (India, Japón), para lucrar con el debilitamiento de todos los competidores. Otra tesis (Kissinger y Brezhinski) sitúa la amenaza china sólo en el flanco económico y busca formas de asociación. Durante su gestión Bush no privilegió ninguna de estas opciones y esta vacilación persiste con Obama6.
Esta misma variedad de posturas se verifica en la contraparte china. Hasta ahora ha prevalecido la de la elite costera, que promueve preservar estrechas relaciones económicas con Estados Unidos, con el propósito de mantener la primacía de las exportaciones y el financiamiento de un socio privilegiado. Esta orientación limita todos los ensayos de giro hacia el mercado interno, la mayor inversión en el agro y la apreciación del yuan.
La postura opuesta propone diversificar los créditos y tomar distancia del deudor estadunidense. Propugna contrarrestar los desequilibrios que genera un esquema exportador, que descontrola la afluencia rural hacia las ciudades, mantiene los salarios contraídos y limita el consumo de los sectores más humildes. La influencia de este sector es mayor en las provincias del interior y no logra preeminencia entre los conductores de la política exterior oriental7.
Es evidente que China amplía su esfera de influencia con exportaciones de capital y mercancías. Pero su perfil futuro no depende sólo del continuado despliegue productivo, sino también de un desenlace político, entre las estrategias en pugna en las elites dirigentes.
(Texto de Claudio Katz, rebelión, 18/VI/11).
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