lunes, 13 de julio de 2009
Michoacán: ¿justicia o golpeteo?
Las detenciones de 28 funcionarios públicos –10 alcaldes, 17 funcionarios del gobierno estatal y un juez– efectuadas en Michoacán el pasado 27 de mayo, en el contexto de una supuesta acción en contra del grupo delictivo conocido como La Familia, han puesto en evidencia una serie de irregularidades cometidas al amparo de la política de seguridad del gobierno federal y han contribuido a enrarecer aún más el ambiente político en vís-peras de los comicios federales del 5 de julio.
Por principio de cuentas, y sin prejuzgar sobre la inocencia o la culpabilidad de los capturados, es claro que el operativo constituyó un flagrante atropello al pacto federal, a las leyes michoacanas y también, a disposiciones legales nacionales; la detención masiva estuvo plagada de deficiencias graves: a las denuncias en el sentido de que varios de los funcionarios fueron arrestados sin orden judicial de por medio –situación que, según el gobernador Leonel Godoy Rangel, sembró confusión sobre si habían sido capturados por las fuerzas públicas o levantados por alguna organización criminal– se suman las violaciones a las leyes estatales –como por ejemplo, los presidentes municipales aprehendidos debían ser sometidos previamente a un juicio de desafuero–, cometidas por elementos del Ejército y la Policía Federal.
Aunque Godoy Rangel acusó al gobierno federal de no haberle informado sobre la movilización policiaco-militar de ese día, y anunció que presentaría una protesta formal ante la Procuraduría General de la República por la irrupción “violenta e ilegal” de fuerzas federales en el Palacio de Gobierno, la debilidad y la tardanza de su respuesta no contribuye a preservar la soberanía michoacana, y contrasta con un antecedente ineludible: la durísima protesta que en 1985 presentó uno de sus antecesores en el cargo, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, por el allanamiento violento del rancho El mareño por fuerzas federales que buscaban a los secuestradores del policía antidrogas estadounidense Enrique Camarena Salazar, acción en la cual fueron asesinados varios pobladores.
Adicionalmente, la opacidad con que el gobierno federal se condujo antes y durante el operativo es una clara muestra de desconfianza hacia el Ejecutivo estatal y da cuenta de una deplorable descoordinación entre los distintos niveles de gobierno.
Desde otro punto de vista, las acciones del gobierno federal dejan ver, si son ciertas las imputaciones contra los empleados públicos detenidos, una descomposición gravísima, generalizada y de alto nivel en las instancias gubernamentales, y sería iluso suponer que la penetración de la delincuencia organizada en las estructuras del poder público se circunscribiera únicamente a Michoacán; en esa medida, es válido preguntarse por qué las fuerzas federales no han actuado de la misma manera en otras entidades en las que el control de segmentos enteros de la administración pública por parte de los cárteles es un secreto a voces.
Surge la sospecha, entonces –ha sido expresada por diversos actores políticos, sociales y mediáticos– de que el operativo en tierras michoacanas careciera de los fundamentos jurídicos y de las certezas policiales necesarias y que tuviese la intención de posicionar electoralmente al PAN en detrimento del partido que gobierna en Michoacán, presentando a la administración calderonista y al PAN como un adalid en el combate a la delincuencia y, a las fuerzas partidistas adversarias, como proclives a dejarse infiltrar por ella, así como enviar un mensaje de autoritarismo y criminalización de las oposiciones.
Sea como fuere, el golpe militar asestado en tierras michoacanas significa el más descarado intento de Calderón de cancelar la viabilidad electoral y la representatividad civil, con lo que busca que avance el control castrense del país, se debilita de manera intencional la institucionalidad política y se hace una declaración extraoficial, por la vía de las armas, de que los partidos, las elecciones y la “pluralidad” carecen de sentido. Calderón ha pasado, conforme al calendario, al terrorismo de Estado a cuenta y cuento de la guerra contra el narcotráfico, con la vista puesta en la aprobación forzada de las reformas en materia de seguridad pública que encierran la intención de que se faculte a Felipe I a declarar estados de conmoción interior en los que se suspendan derechos y garantías y las fuerzas armadas abiertamente sustituyan a las autoridades civiles y las órdenes arbitrarias de la elite castrense a las leyes y sus procesos.
Seis días después (junio 1), le tocaría el turno a Nuevo León, donde fueron detenidos más de 30 policías estatales y municipales de ese estado, en el contexto de una investigación que involucra a cuando menos 70 elementos de corporaciones policiales de aquella entidad que, según las autoridades federales, podrían estar involucrados con el crimen organizado.
Lo ocurrido en Nuevo León alimenta la percepción generalizada de que estas medidas no obedecen a criterios de combate al crimen organizado y a una voluntad de esclarecer los vínculos entre éste y el poder público, sino que tienen la intención, una vez más, de posicionar electoralmente al partido en el poder.
Durante los últimos 29 meses, el gobierno calderonista ha insistido en demandar el respaldo de la sociedad a sus estrategias contra la delincuencia, pero le ha faltado, para conseguirlo, un mínimo soporte de credibilidad: la ciudadanía desconfía de todas las policías del país, y no sólo por los datos de corrupción y descomposición, sino también por los abusos, los atropellos y la falta de apego a la legalidad con que éstas han actuado, en distintos puntos del territorio nacional, en lo que a veces parece, más que un combate estructurado contra la delincuencia, un afán de lucimiento mediático y político y un programa para intimidar a la población.
(Fuentes: Editorial, La Jornada, mayo 28 y junio 2, 2009; Julio Hernández López, La Jornada, 29/V/09).
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