martes, 23 de noviembre de 2010

MUNICIPAL: Discípulos de la desvergüenza

En la antigua Grecia, el cinismo fue una corriente de pensamiento, utilizado por Diógenes como una crítica contundente y excéntrica al poder establecido. Con el tiempo la acepción del concepto de cinismo se ha desvirtuado y, en ciencia política, ha derivado hacia derroteros menos saludables. Hoy, los cínicos se distinguen y se califican como tales por su desvergüenza a la hora de mentir y defender sus patrañas, sobre todo delante de cámaras y micrófonos. Buena muestra de esa desfachatez la han dado estos días algunos políticos, metidos a tertulianos, al analizar la falta de seguridad en el municipio y al anunciar el “aterrizaje de programas de beneficio social”. Estos discípulos de la desvergüenza, conocen de buena mano que la falta de seguridad pública es consecuencia de un régimen social basado en el saqueo, la falta de oportunidades y la mediatización. Las autoridades municipales simplemente siguen el libreto ordenado por el gobierno federal, y han retomado el manual de “guerra sucia” para socavar la confianza de la opinión pública favorable a un nuevo ciclo político. Ellos conocen muy bien del discurso de la desfachatez y de la mentira, de la verborrea, esa que pronto se olvida. Por lo menos Diógenes se limitaba a clamar: busco un hombre honrado. ¿Hay alguno entres ustedes señores del gobierno municipal? ¿Será posible encontrar un hombre honrado entre la fauna que puebla la Presidencia Municipal y demás recintos que albergan a los parásitos del erario, seres perpetradores de aberraciones, perversidades y las más increíbles malevolencias cometidas bajo la aureola de la virtud? Seres intolerantes que manifiestan su congénita predisposición mediante actos u omisiones grotescos, que exteriorizan y ejecutan los razonamientos siniestros que se generan en el rincón más oscuro y retorcido de sus mentes enajenadas. Dicen los que saben, que la intolerancia proviene de la orfandad humana, de la necesidad de explicar el mundo con mitos y dogmas; la socialización de los dogmas deriva en imposiciones de índole moral que suelen exacerbarse por el matiz del poder. Cuando las doctrinas moralizantes extinguen el raciocinio alcanzan los peligrosos niveles del fanatismo, que al fusionarse con ideologías políticas desprovistas de un fundamento filosófico humanista, producen una implosión expansiva mejor conocida como fundamentalismo. En el extremo fundamentalista se ubican los miembros de la elite política-religiosa-cultural que, amalgamados, se adjudican la autoridad moral para dictar decálogos excluyentes, imponen rasgos xenofóbicos y erigen los estigmas que habrán de marginar a quienes son, actúan o piensan diferente. A ellos no les importa lo que piense o padezca el grueso de la población. Ellos quieren hacer creer que los que sacan cuentas en un escritorio allá, lejos, en el ombligo de la ciudad, están para que todo mejore. Que sus veredictos son lógicos y razonables. Sus números fríos y alegres, sus promesas y sus discursos melosos y fantasiosos, no le dicen nada a los que viven de vender su fuerza de trabajo. El obrero hace mucho que dejó de sentir en el cuerpo esa organización irrazonada que da el trabajo. El trabajo seguro, ése que levanta a la mañana, acuesta cansado a la noche y da de comer todos los días. Casi sin sobresaltos. Derivado del estilo de vida que desde hace años se nos impuso, el obrero siente que perdió el rumbo. Que ya no recuerda el sonido agudo del silbato. Ese que convocaba al trabajo como a una fiesta que ya no es. La vida tenía horarios y su propio camino tenía un rumbo establecido. Llegar pedaleando durante cuadras y cuadras. Saludar al compañero como quien saluda a ese otro que aparece como el reflejo de sí mismo ante el espejo. Meterse de lleno en ese ritmo cotidiano que ya se perdió. Que ya no es. Las huellas de su memoria se ubican hoy exclusivamente en la mesa vacía. Con la culpa que es una mochila eterna y pesada que le duele hasta las tripas como si fuera una cuchillada que no cesa. Esa culpa de no pertenecer. De no saciar el hambre y la sed de su cría. A los políticos y miembros de la nomenklatura burocrática de todos los niveles, no les importa que el obrero por las noches se encuentre pidiéndole a ese diosito en el que ya no sabe si cree. Y le dice palabras que le salen a borbotones. Parecidas a ese grito de Juan Gelman, desgarrado poema de los nadies, cuando decía desde los cielos bájate, que me muero de hambre en esta esquina, que no sé de qué sirve haber nacido, que me miro las manos rechazadas, que no hay trabajo, no hay, bájate un poco, contempla esto que soy, este zapato roto, esta angustia, este estómago vacío, esta ciudad sin pan para mis dientes. Pero hay culpables, y la historia los sabrá reconocer en su momento; mientras, estos farsantes gozan de los privilegios que da el Poder, saborean cada roce con los de su clase, se contagian de las maneras y actitudes de los que comparten su forma de pensar y creen que nunca les llegará su tiempo. La vida no es un camino recto. Está lleno de hondonadas imperfectas. Los días felices en los que las cosas alcanzaban son parte de un ayer hundido en estadísticas oscuras que lo dejaron afuera irremediablemente. Esos días fueron desplazados. Hundidos. Exterminados. Asesinados por un sistema atroz que acabó con la alegría en el interior profundo de cada ser humano destrozado por la exclusión, en el país olvidado, en ese país en el que el empleo se destruyó como el cristal tras la pedrada. ¿De qué sirven las estadísticas y los anuncios de millones y millones de pesos para invertir en esto o en aquello, cuando gente, mucha gente, miles de gentes, que llenarían plazas y manifestaciones silenciosas de cuadras y cuadras no ve mejoría en nada? El obrero siente que le mienten. Que el país no es federal ni es justo ni es para todos. Que a él, por lo menos, suele darle vuelta la cara. Especialmente cuando sale por las mañanas recién amanecidas a buscar el mendrugo de pan. Él sabe que el alcalde miente, falsea. ¿De qué sirven los demagógicos llamados de Jaime Verdín a la unión (“para hacer de San Francisco un mejor lugar para vivir”), a tener confianza en las autoridades (“para que los directores dentro de sus áreas atiendan las necesidades de las comunidades”), si ya se sabe que a final de cuentas sus decisiones estarán basadas en los intereses de sus colaboradores y en los caprichos de sus cercanos amigos, familiares e incondicionales? El propio Verdín lo reconoció: “tal vez no se resuelvan todas las necesidades, pero nadie se va a quedar sin ser escuchado”, ¿y de qué sirve ser escuchado si no va a pasar de ahí? ¿Habrá quién le haga caso en sus motivaciones sobre la celebración de “200 años de libertad nacional”? ¿Y qué tal la capacitación a los gorilas de Seguridad Pública que, en busca del “Camino a la felicidad”, recibieron bonitas pláticas e ilustrativas exposiciones sobre cómo llegar a mejorar el trato con sus semejantes y sus familias, llegando algunos de ellos a “sensibilizarse” al grado que, al final del “curso terapéutico”, con lágrimas corriendo sobre sus rostros y en pleno moqueo, los jefes y sus subalternos terminaron dándose tremendos abrazotes y apachurrones los unos contra los otros? No pasó una semana después de que los jefes policiacos fueran motivados y sensibilizados, cuando el alcalde de plano echó a perder el show: “ante la ola de rumores (sic) de supuestos (sic) secuestros que han inquietado a varias familias, le pido a la población en general que tome sus propias precauciones de cuidado, que de la mano con Seguridad Pública, haga más difícil a los delincuentes llegar a agredir y dañar”. Y, como una muestra más de que el Contralor Municipal sigue en activismo no a favor de resolver las quejas y denuncias de la población, sino en darle apoyo a la actual administración municipal, es que ha tratado de llegar a cada rincón del municipio para acercarse a niños y jóvenes con el fin de llevarles las buenas noticias de que Jaime Verdín y sus secuaces sí están trabajando a favor de cada comunidad y del municipio en general, el problema es que no se nota. Nosotros creemos que vendrá un día en que los sueños crecerán al alba y se harán ciertos a mediodía. Esperaremos ese amanecer cada amanecer. Y el día en que suceda, miraremos al cielo, para ver llover la suerte y que les moje a todos, a todos, las manos de una vez.

(Basado en Amparo Lasheras, gara, 20/VIII/10; Laura M. López Murillo, argenpress, 24/VIII/10; Claudia Rafael, argenpress, 30/VIII/10; a.m., agosto 20 y 24, septiembre 5 y 11, 2010).

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