La institución del Informe presidencial a las cámaras del Congreso es extremadamente importante en nuestro orden constitucional. Desde luego, significa el encuentro de los dos poderes de la Unión más representativos. La fórmula oficial dice que el presidente informa a “la representación nacional” (el Congreso) sobre el estado que guardan los asuntos de la nación bajo su gestión. En el régimen de la Constitución de 1917, empero, ha experimentado un deterioro que raya en la degradación sin remedio. El Informe se ha convertido en el acto más intrascendente y a menudo ridículo de nuestra vida institucional. Los presidentes de la Revolución Mexicana hicieron de su fecha una vil pachanga que acabó llamándose “el día del presidente”, y los presidentes panistas lo han convertido en una pantomima.
La obligación de informar de parte del presidente, se supone, debe dar lugar a la evaluación de sus actos por parte del poder que recibe su informe y determinar si actuó apegado a la Constitución y a sus leyes. Nada más, pero nada menos. El que las cosas no sucedan como se estipula en la letra de la Carta Magna y sus leyes es algo normal, es la normalidad política que convive con la normalidad jurídica. La diferencia está en que la normalidad jurídica es obligatoria y si no se la cumple se incurre en responsabilidades. Lo que hacen el presidente y el Congreso es un acto de simulación (el uno, haciendo que informa, cuando sólo se hace el tonto divagando sobre las bondades ficticias de su gobierno; el otro, haciendo como que queda informado y no más).
Hasta el 15 de agosto de 2008 se mantuvo en pie el requisito de que el presidente debía asistir a la sesión del Congreso general a presentar su Informe. Tal vez vistas las desagradables experiencias de Fox con su último Informe, el artículo finalmente se reformó en esa fecha para imponer que únicamente presentará un Informe por escrito. Los panistas y los priístas (los perredistas colaboracionistas incluidos) decidieron que el titular del Ejecutivo no debía ya “exponerse” a los desaires de legisladores rejegos y provocadores y bastaba con que entregara su Informe por escrito sin tener que asistir a la sesión del Congreso general. Con ello, una institución netamente republicana y democrática como es la de la rendición de cuentas y, además, su debate por parte del Congreso terminaron naufragando.
La indigna pantomima en que se ha convertido la institución republicana del Informe presidencial, primero, con los priístas endiosando a su presidente, y luego, los panistas que nunca lograron entender de qué se trataba, nos ha hecho experimentar otro empujón hacia la más deleznable arbitrariedad y la más completa impunidad en el ejercicio del poder. La derecha jamás se ha medido en sus arranques autoritarios y en su desprecio por las instituciones. Lo que hemos podido observar con Calderón en ocasión de su cuarto Informe de gobierno rebasa todos los límites de la desvergüenza. Como han señalado varios expertos, el panista no dijo nada que no hubiera dicho antes, sea en el tema de la seguridad sea en el de la economía sea en el de la justicia social.
(Texto de Arnaldo Córdova, La Jornada, 5/IX/10).
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