domingo, 14 de junio de 2009

Verdad y simulacro

Instalados en la llamada era global, vivimos en un mundo de información sobreabundante. La cultura está superpoblada de noticias, de reportajes, de imágenes. La sociedad digital o sociedad del conocimiento es también la sociedad de la información. Las noticias van y vienen, invaden la vida cotidiana a tal punto que llegamos a confundir la realidad misma con su representación mental o visual. Solemos reaccionar a ellas con una actitud casi religiosa, de aceptación pura y simple. Pero la información requiere de una lectura crítica. Demanda ser leída y descifrada. La memoria registra imágenes turbulentas de diversos escenarios de esta época convulsa: Irak, Kosovo, Chechenia, Ruanda... Y en nuestro país: Atenco, Cananea, Aguas Blancas, Oaxaca, “la guerra al narcotráfico”… Es la costumbre al espectáculo del horror en la pantalla chica. Las imágenes impresionan y conmueven, pero luego se vuelven normales. La tragedia se torna espectáculo. Se llega a digerir el infortunio de nuestros semejantes. El mal se despoja de su carácter trágico: se banaliza. Todo se trivializa: se desdramatiza. El infierno de los otros pronto deja de conmover. Pero los medios no sólo muestran: también ocultan. No sólo ocultan: también simulan. En nuestro imaginario, la información que recibimos -similar a las imágenes- posee un efecto de verdad. Como si perteneciera, por derecho propio, a un régimen de verdad y creencia. En este régimen, toda información sería, por obligación, verdadera, indubitable. Hemos establecido una relación de identidad entre información y objetividad, información y verdad. En virtud de esta relación, toda información sería un relato de verdad. Nos hemos habituado a aceptar toda noticia, toda información, toda imagen del mundo salida de los medios como verdadera, absolutamente cierta, sin criticarla ni cuestionarla a fondo. Incurrimos en la creencia de todo cuanto se nos informa. Pero de lo que se trata es de aprender a leer con auténtico sentido crítico la información que prolifera en nuestro mundo; aprender a interpretarla, a descifrarla. ¿Cómo llegar a ese nivel? Mediante lo que proponía Habermas: una “comunicación libre y sin distorsiones”. Para lograr ese objetivo emancipador, es preciso adoptar una norma o un principio de acción universal: hablar con claridad al Poder. El palestino Edward Said describía al verdadero intelectual como el “autor de un lenguaje que se esfuerza por decirle la verdad al Poder”. Tal vez sea ésa, de entre todas, la tarea más importante del intelectual. Pensar a fondo, comunicar su visión, hablar y decir claro las cosas. ¿Qué significa hablarle claro, decirle la verdad al Poder? No hay nada más susceptible a la crítica y la denuncia que el Poder. Aun cuando se reviste de ropaje democrático, suele molestarle la disensión. Si la admite es a duras penas y siempre de manera hipócrita. Al Poder le gusta intimidar y acallar. Espera y demanda de nosotros el asentimiento, la adhesión estricta, un sí claro, rotundo e incondicional. Al mismo tiempo, en virtud de su elasticidad y su capacidad de recuperación, el sistema que sostiene al Poder es capaz de recuperar la crítica más incisiva y violenta, y de volverla a su favor. La sociedad de consumo, por ejemplo, es también la sociedad de la denuncia del consumo. Todo “anti” puede ser recuperado y convertido en un nuevo “pro” en favor del sistema. Pero la denuncia del consumo no siempre es recuperada. No toda contra-cultura es recuperable. De ahí la pertinencia de la crítica a contracorriente, del contradiscurso al Poder, del contrapoder. Los denominados “intelectuales mediáticos”, que suelen confundirse con los informadores públicos, son responsables de difundir una opinión generalizada y al parecer consensuada. Pretenden ser los detentores naturales del consenso y la opinión pública. Existe un discurso general, cuasioficial, pseudolegítimo, formateado por los poderes mediáticos. Esos poderes se hallan, tanto a nivel local como mundial, en manos de grandes corporaciones financieras, de lobbies político-económicos, de grupos empresariales a los que se vinculan estrechamente grupos editoriales y académicos. En el ejercicio de ese discurso formateado, se recurre hoy sin ningún tipo de escrúpulos a todos los recursos del poder (desde el chantaje, el soborno, la intimidación, la mentira y el engaño conscientes, hasta la censura y la autocensura en los medios) para justificar políticas hegemónicas y guerras que violan las garantías individuales en nombre de la “guerra contra el narcotráfico y el terror”. La militarización del país emprendida por Calderón es el ejemplo más elocuente. Comprender la realidad de nuestra época significa comprender también la naturaleza de los poderes mediáticos. Tal comprensión conduce forzosamente a la crítica de esos poderes. En un entorno sociocultural cada vez más mutante, más interrelacionado, más interdependiente e intercultural, no basta con tener mayor acceso a una información libre y no distorsionada; es preciso también asimilarla y enjuiciarla críticamente reconociendo sus usos, sus contextos, sus intenciones, sus posibles implicaciones ideológicas y políticas.

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